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¿La Fiesta en Paz?

José Mari Manzanares, acariciar la arena y las embestidas con refinado sentimiento

Sinfonías y escándalos

D

ecía el talentoso Juan José Gurrola, taurófilo de amplio espectro: El arte es aquello que casi no se puede soportar, y tenía razón. En materia de tauromaquia ese casi permite guardar un ensimismado silencio ante fugaces escenas, mientras la costumbre grita ole, así sea en automático más que en inefable conexión entre el que torea, el toro y el que observa, en esa magia negra de la lidia, cada día más rara por tanta acumulación de autoengaños.

El pasado martes falleció en su finca de Cáceres, Extremadura, a los 61 años, el alicantino José María Dols Abellán, conocido en la fiesta de los toros como José Mari Manzanares, diestro con un profundo concepto del toreo que a su extraordinaria naturalidad para ejecutar las suertes añadió una asombrosa consistencia, pues rebasó las mil 700 corridas durante algo más de 30 años en activo, lo que nadie hasta ahora en la historia del toreo, salvo la mítica cifra que la leyenda atribuye al rondeño Pedro Romero, con dizque 5 mil 600 reses estoqueadas durante 36 años de matador, sin que ninguna lo hiriera ¡en el siglo XVIII!

Lo que no es leyenda, sino documentada realidad fue el paso de José Mari –José María se puso su hijo– por los ruedos del mundo, si bien tamaña cantidad no correspondió a la calidad de sus actuaciones, entre otras causas porque los toros no son máquinas de embestir ni los toreros autómatas de triunfar. Hijo del banderillero José Dols, llamado Pepe Manzanares, recibió la alternativa en Alicante, su ciudad natal, el 24 de junio –¡esa fecha!– de 1971, de manos de Luis Miguel Dominguín y Santiago Martín El Viti de testigo, con toros de Atanasio Fernández, y se despidió de los ruedos en la Real Maestranza de Sevilla el primero de mayo de 2006. Joselito Huerta le confirmó la alternativa en la Plaza México el 3 de diciembre de 1972, ante la presencia de Curro Rivera y con astados de Torrecilla. Padre del destacado matador José María Manzanares y del discreto rejoneador Manuel Manzanares, la partida física de José Mari fue como su tauromaquia: natural.

Todavía se hacen lenguas viejos aficionados pamplonicas al evocar una tarde de julio de 1976 en que desorejó a sus dos toros de Benítez Cubero, convirtiendo el gran jolgorio de los tendidos de sol de aquella plaza –la más ruidosa y una de las más serias del orbe– en extasiado asombro y unísona aclamación. Otro memorable triunfo lo obtuvo José Mari en la Plaza de Acho, en Lima, en 1977, al cortar las orejas a un bravo toro de La Huaca, tras pulida faena. Lima, desde siempre sin figuras propias que admirar, se entregó desde luego al arte de Manzanares, que obtuvo en cuatro ocasiones el Escapulario de Oro.

Sin embargo, en cosos latinoamericanos, permanente tierra de conquista, el fino diestro acusó la doble moral profesional de los ases europeos, y lo que bauticé como el Síndrome de guerrita, ese dejarse contagiar por un postrado ambiente festivo extrataurino que contrastó con su comprometida regularidad en ruedos ibéricos. Ya porque le salían toros a contra estilo o mansos, ya por sus frecuentes fallas con la espada, ya por la velada de la noche anterior, ya por la falta de un ambiente taurino que de verdad lo presionara o ya porque un triunfo aquí no aumentaba su cotización allá, este maestro de Alicante no obtuvo en el nuevo continente los éxitos de ruedos europeos, siendo superado por varios de los nuestros.

Algo pasó con el intenso romance que se iniciaba entre la afición capitalina y el fino sello de Manzanares, que en la tarde de su confirmación deslumbró con su faena a Gorrión, malograda con el estoque y aun así dio dos vueltas al ruedo. Toreó otras dos tardes sin gloria y con pena, ya que por primera vez inventó que Mariano Ramos tenía más antigüedad de alternativa y ni éste ni su apoderado ni el escrupuloso juez Juan Pellicer ni nadie repararon en la burla. Doce años después bordó-malogró a Gazpachero, de Javier Garfias.

Sinfonía y escándalos. El 12 de junio de 1988 Cigarrera La Moderna, que patrocinaba a Eloy, dio en la Plaza México el mano a mano Cavazos-Manzanares y debut de la ganadería de Teófilo Gómez. Por fin acertó José Mari con la espada y se llevó las orejas del noble Vallartino, tras armonioso trasteo y nueva entrega del público. Si bien Heriberto Murrieta, quien por entonces se animaba a denunciar, informó que el encierro de Teófilo había sido manipulado de sus astas. Y el 23 de marzo del 89, en Texcoco, Manzanares, con tal de no salir de primer espada, repitió el cuento de menor antigüedad que Mariano Ramos, tan ajeno a las debilidades de otros, quien había tomado la alternativa cinco meses después que el de Alicante, por lo que el juez Facundo Arroyo no dudó en detenerlo e imponerle ejemplar multa. Por cierto, esa noche en el Noticiero 24 horas, el experimentado Jacobo Zabludovsky le hizo a Manzanares una larga y amable entrevista en el estudio. No obstante tantas muestras de aprecio, a nuestro país el diestro volvería muy ocasionalmente.

Artista de insuperable elegancia natural, excepto cuando en México le dio por ejecutar una chicuelina a la que alguien extasiado llamó alicantina, de manos tan bajas que limitaban el temple, volviendo acaramelada y efectista la suerte y olvidando que esta es la tierra de Silverio, la huella dejada por José Mari Manzanares en los ruedos del mundo, será un sólido referente que muchos han intentado e intentan emular... sin lograrlo.