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CNDH: deterioro persistente
L

a andanada de señalamientos críticos acerca del desempeño de Raúl Plascencia Villanueva como presidente de la Comisión Nacional de los Derechos Humanos (CNDH) –que en semanas recientes sumó voces de organizaciones sociales y activistas independientes– llegó ayer a las cámaras de Diputados y Senadores, varios de cuyos integrantes cuestionaron la labor del ombudsman e incluso le sugirieron desistir de sus intenciones de relegirse al frente del mencionado organismo.

A lo anterior se suma el hallazgo de que el expediente entregado por el propio Plascencia Villanueva al Senado, con documentación que respalda sus aspiraciones para presidir la CNDH otros cinco años, incluye 3 mil cartas elaboradas en su mayoría con una misma redacción y supuestamente presentadas por distintas organizaciones en apoyo al funcionario, lo que hace suponer que tales escritos no fueron elaborados de motu proprio por los firmantes, sino que salieron de las propias oficinas de la CNDH. Semejante hecho da cuenta de que ese organismo público, supuestamente ciudadano y apartidista, ha venido recurriendo a las peores prácticas del acarreo corporativo y clientelar, mediante el uso de textos como los referidos.

Si en política la forma es fondo, la práctica mencionada es fiel reflejo del deterioro que ha caracterizado a la CNDH durante la actual gestión, en la que ha actuado no como organismo de Estado encargado de salvaguardar las garantías individuales, sino como una dependencia gubernamental supeditada a los poderes Ejecutivo federal y los estatales, y proclive a conducirse con obsecuencia inadmisible ante abusos de las autoridades: baste recordar las críticas que suscitó su dictamen sobre los hechos del 9 de julio en Puebla, donde un proyectil disparado por elementos policiales mató al menor Luis Alberto Tehuatlie; la indignación que ocasionó su alineamiento inicial a la versión oficial sobre los sucesos del 30 de junio de Tlatlaya, y la desconfianza que ese organismo ha generado, por su inacción, entre los familiares de los normalistas muertos y desaparecidos en Iguala el 26 de septiembre, quienes han preferido recurrir a instancias internacionales, como la Comisión Interamericana de Derechos Humanos.

La actitud omisa, errática, parcial y opaca de la CNDH no sólo es impresentable en términos políticos, sino que se traduce en condiciones de desprotección para las víctimas de violaciones a los derechos humanos y sus familiares, en claro incumplimiento de su mandato constitucional. Por lo anterior, más allá de los enjuagues políticos coyunturales por el juego sucesorio en la CNDH, lo ideal sería que cabe esperar que los legisladores esclarezcan, y en su caso sancionen, las posibles faltas atribuibles a una conducta institucional que ha generado una intolerable indefensión de los ciudadanos ante los excesos y atropellos de servidores públicos, alienta la impunidad en los casos de violaciones a los derechos humanos y profundiza el descrédito de las instituciones ante la opinión pública.

Finalmente, ante la evidencia del extravío a que ha sido llevada la CNDH, es necesario que los senadores hagan del proceso de designación del nuevo presidente de ese organismo un ejercicio de máxima transparencia, haciendo públicos los criterios de selección y que adopten una decisión que verdaderamente refleje interés por la observancia de los derechos humanos, y que no sea rehén de los intereses político-partidistas.