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Poli-unam: algo para recordar
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l 3 de diciembre de 1987 se realizaron unas elecciones sin precedente en la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM). Se eligieron 16 estudiantes, 12 profesores y cuatro investigadores para formar parte de la Comisión Organizadora del Congreso Universitario (COCU). Una semana después los trabajadores administrativos eligieron a sus ocho representantes.

En ambos procesos participaron 170 mil 903 estudiantes, 16 mil 461 profesores, 2 mil 247 investigadores y cerca de 15 mil administrativos. En relación con los padrones electorales acudieron a las urnas más de 60 por ciento de los estudiantes inscritos, 63 por ciento de los profesores, 85 por ciento de los investigadores y 67 por ciento de los trabajadores. Votaron alrededor de 205 mil de un total de 330 mil integrantes de la comunidad universitaria. Estábamos ante la creación del organismo con mayor legitimidad académica y política en la historia de la UNAM.

Pese a que las autoridades ya tenían una representación asegurada de 25 por ciento al margen de los comicios, los resultados de las elecciones constituyeron un serio revés para la administración central: 75 por ciento de los estudiantes votaron por el Consejo Estudiantil Universitario (CEU), 43 por ciento de los profesores por el Consejo Académico Universitario (CAU) y 62 por ciento de los investigadores por Academia Universitaria (AU).

La huelga estudiantil del CEU contra el establecimiento de cuotas en la UNAM se levantó en febrero de 1987, cuando el Consejo Universitario suspendió las reformas aprobadas apenas unos meses antes, que modificaban las condiciones de ingreso, evaluación y permanencia de los estudiantes de la UNAM. Adicionalmente, los acuerdos incluían un dialogo público y la realización de un Congreso General Universitario, para lo cual se nombraba una comisión del consejo que organizaría las elecciones de la Comisión Organizadora del Congreso Universitario (COCU). El diálogo público transmitido en directo por Radio UNAM alcanzó una audiencia jamás lograda por la estación y evidenció no sólo la enorme pluralidad y riqueza de la institución, sino también el hecho de que la visión de la Universidad que tenían las autoridades era sólo una entre otras existentes.

A partir de entonces la estrategia de las autoridades fue muy clara: retrasar la realización del congreso al máximo, para mermar la fuerza del movimiento universitario e impedir la discusión a fondo de la estructura de gobierno de la UNAM que establece la ley orgánica. (A esta ley, por cierto, no se le ha modificado una sola coma desde que fue expedida en 1945.) Tampoco se quería un ejercicio democrático en la Universidad antes del 6 de julio de 1988, que contrastara las prácticas oficiales del fraude y la imposición que habrían de venir.

En octubre de ese año, las autoridades retiraron a sus representantes de la COCU y la organización del congreso quedó a la deriva. Finalmente, después del nombramiento de un nuevo rector, el congreso dio inicio en 1989, más de dos años después de levantada la huelga. Sus resultados, por decir lo menos, quedaron muy lejos de las expectativas generadas.

Sin embargo, lo que el movimiento universitario logró entonces no fue poco. El diálogo público y la suspensión del cobro de cuotas fueron, sin duda, éxitos rotundos. Y el congreso, a pesar de todo, abrió la puerta a modificaciones necesarias e importantes, aunque dejó intacta la estructura de gobierno derivada de la ley orgánica del 45. Años después, otro rector fracasó en su intento de imponer cuotas a los estudiantes, llevando a la UNAM a la huelga más larga de su historia. Finalmente, los rectores del siglo XXI han acabado por pronunciarse por una universidad pública y gratuita. El problema, por el momento, parece superado.

No así el problema de su organización interna, que seguirá presente en tanto continúe vigente una ley orgánica obsoleta, caduca e inoperante, que sólo funciona para preservar la estructura oligárquica del gobierno de la UNAM, en la que las autoridades se designan a sí mismas.

Ante el movimiento de los estudiantes politécnicos de hoy, convendría hacerse las siguientes preguntas respecto de la educación superior pública en México ¿Alguien cree de verdad que los términos democracia y excelencia académica son opuestos por definición? ¿O se trata simplemente de expresar lo políticamente correcto desde 1945, para descalificar todo intento de cambio? ¿Se desea instituciones selectivas que persigan únicamente ese demiurgo en el que han convertido la excelencia académica? ¿O se aspira, y ése es el reto, a conciliar la elevación de los niveles académicos con la satisfacción de las necesidades formativas de todos los egresados del sistema de educación nacional? ¿Se quiere una educación subordinada a las necesidades del mercado de trabajo? ¿O se piensa que los objetivos de la educación superior rebasan, aunque incluyen, esas necesidades, para ubicarse en el horizonte más amplio de la independencia tecnológica y el desarrollo de la cultura nacional? ¿Se quiere una autonomía restringida a los vaivenes políticos y presupuestales coyunturales? ¿O se aspira al ejercicio pleno del autogobierno de los politécnicos y universitarios, garantizando en la ley las condiciones presupuestales adecuadas para la enseñanza, la investigación y la difusión del conocimiento?

De la vida y la educación también se trata cuando hablamos de Ayotzinapa. ¡Vivos se los llevaron, vivos los queremos!