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La norma: más incertidumbre
S

e espera que los individuos ahorren colocando sus fondos en los que se llaman activos monetarios, es decir, aquellos que pueden convertirse rápidamente en dinero. Son líquidos, según se dice en las finanzas. Se espera, igualmente, que los empresarios pongan en marcha la producción y creen empleo, influidos básicamente por la expectativa de obtener una ganancia también en la forma de dinero. Con esas consideraciones empezó Keynes su Breve tratado sobre la reforma monetaria, publicado en 1923.

Advertía enseguida que estos arreglos, que parecen casi naturales en una economía de mercado, no pueden operar de modo adecuado si el dinero, que se supone estable como instrumento de medición y, sobre todo, como una reserva de valor, no es confiable. El dinero vale algo hoy y mañana puede valer menos. Una de las causas más comunes, que no la única, es la inflación.

Ahora, como tantas otras veces ha ocurrido, es precisamente la confianza en la estabilidad del dinero la que esté fuertemente cuestionada. Esto afecta de modo adverso sobre diversas expresiones económicas: los precios de los productos que se intercambian, los intereses que se reciben por el ahorro, las ganancias que se esperan de la inversión productiva, la capacidad de compra de los salarios o los recursos de los que se apropia el Estado por la vía de los impuestos o del endeudamiento.

La expectativa de una nueva fase de recesión en la Unión Europea se ha acrecentado, junto con la posibilidad de que ocurra un episodio deflacionario: una baja general de los precios que reduce el incentivo para producir y consumir. Los bancos en esa zona siguen en un estado de fragilidad y el crédito sigue siendo insuficiente. Las altas tasas de desempleo no se reducen. La acciones del Banco Central Europeo para acrecentar los fondos disponibles no consiguen destrabar la situación. El euro se ha devaluado con respecto del dólar.

Según las previsiones del FMI el crecimiento esperado para este año se ha reducido en esa región, y lo mismo ocurre en el caso de las llamadas economías emergentes. En Estados Unidos no cuaja la recuperación, los indicadores económicos así lo muestran y la Reserva Federal está revisando su decisión de terminar la enorme intervención en el mercado de dinero que inició en noviembre de 2008 y empezar a elevar las tasas de interés para normalizar su política monetaria.

El entorno recesivo cambia significativamente las expectativas de inversionistas y ahorradores. Prefieren proteger su dinero refugiándose en la calidad, aunque esto signifique rendimientos muy bajos.

Este escenario está ligado, por ejemplo, con la menor demanda esperada de petróleo y los precios del crudo han caído de modo abrupto acumulando una baja de 30 por ciento desde junio pasado. El crudo mexicano ha perdido 12 dólares en el último mes. Hay una sobreoferta de crudo que no se va a absorber de manera rápida.

Desde que estalló la crisis, en 2008, los grandes inversionistas en los mercados financieros globales han actuado con base en la premisa de que los bancos centrales actuarían para apoyar el precio de los activos e intervenir decisivamente para que los recursos no escaseen. Pero los instrumentos de los bancos centrales se han reducido y tienen cada vez menor capacidad para, primero, sostener la estabilidad económica y, luego, para reforzar las condiciones de una recuperación productiva.

Hoy las inversiones se refugian en la deuda de gobierno, principalmente de Estados Unidos y menos en Alemania con rendimientos muy bajos y se provocan nuevas distorsiones en los usos de los recursos, siempre en contra de la producción y del empleo. Los gobiernos pueden en cambio financiarse a un costo menor. Así se redistribuyen también los recursos entre los sectores privado y el público, lo que ocurre preferentemente en los mercados financieros. Hay un nuevo giro que refuerza la desigualdad en la distribución del ingreso.

A seis años del inicio de la crisis, las perspectivas de una recuperación sostenida siguen siendo muy endebles y a ello se suman progresivamente mayores conflictos en términos geopolíticos y una creciente inseguridad social. Ha resurgido así el debate acerca de la posibilidad de entrar en una fase de un crónico estancamiento económico. El castigo que se impone a una gran parte de la población es enorme y no va a amainar.

En los días recientes se ha provocado una severa caída de las bolsas de valores. Ante las expectativas negativas los inversionistas deciden deshacerse de las acciones de empresas en las que se habían refugiado de modo especulativo, debido a los bajos rendimientos de los bonos gubernamentales por las medidas monetarias que mantienen negativas las tasas reales de interés, o sea, por debajo de la inflación. Ahora el dinero vuelve a esos bonos, especialmente los emitidos por el tesoro de Estados Unidos, aceptando incluso esa pérdida y validando las bajísimas tasas de interés.

Hace apenas unos meses se hablaba de la fortaleza de las economías de América Latina. Ese discurso se agotó rápidamente y el escenario ha cambiado, como es evidente en Brasil y Argentina. En el caso de México ya se ha tenido que revisar el ingreso petrolero planeado en el nuevo presupuesto. Buena parte de las reformas que se han hecho dependen de una recuperación productiva jalada sobre todo por la demanda de Estados Unidos.

Deberá revisarse la estrategia diseñada en Hacienda para salir del proceso de estancamiento. Y habrá que reconocer abiertamente que las condiciones sociales del país agravan de modo decisivo la situación y que no son una mera casualidad. El panorama de optimismo se ha trastocado de modo rápido y profundo.