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A la Mitad del Foro

Tropezar con las mismas piedras

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Marcha a Zacatenco y los huélum resuenan en la memoria del estallido universal que marcó el inicio del finFoto Alfredo Domínguez
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toño, y se llenan las calles y avenidas de la ciudad de México de estudiantes, gritos y pancartas. Marcha a Zacatenco y los huélum resuenan en la memoria del estallido universal que marcó el inicio del fin, desde Kent State University, el mayo de París, la luminosa promesa de la efímera Primavera de Praga, y la estulticia del autoritarismo mexicano que ensangrentó la Plaza de Tlatelolco y sembró el desaliento, las guerrillas, la represión por sistema, los huevos de la serpiente.

Es la misma lucha de clases. La que en el distante 68 manifestó su confianza en la educación como motor de la igualdad y reclamó derechos ciudadanos plenos. Las clases medias emergentes, decían los voceros del presidencialismo nativo; semillero del comunismo elevado al rango de amenaza mundial y nuclear, adversario en la Guerra Fría del imperio vecino del norte, exportador de la democracia al servicio del complejo industrial-militar cuya hegemonía les anticipó Dwight D. Eisenhower, nada menos. La sangre derramada. La Plaza de las Tres Culturas transformada en centro de sacrificios humanos. Gustavo Díaz Ordaz murió convencido de haber salvado a la Patria. Vive en la ignominia de haber propiciado la destrucción de las instituciones del poder constituido por los hombres de la Revolución Mexicana.

Símbolos cada día más borrosos. Como las burdas teorías de conspiraciones comunistas gestadas en Venezuela o en cualquier punto del Caribe. O en el intercambio de informes de la CIA, la embajada de Estados Unidos y la Secretaría de Gobernación y la sede misma de la Presidencia de la República. La locura y la muerte. El viernes 26 de septiembre falleció Raúl Álvarez Garín, líder, uno de los líderes, del movimiento estudiantil del 68. ¡2 de octubre no se olvida! Ni la larga lucha de hombres como Raúl Álvarez Garín, de esa generación que pisó la cárcel, padeció torturas, se incorporó a los movimientos guerrilleros y se mantuvo firme en el estudio, en la acumulación de conocimientos, convencida de que ahí ha estado siempre la clave para abatir la injusta, enorme desigualdad que padecemos.

Todo cambió. Pero la desigualdad es cada vez mayor. Es la amenaza real, la espiral enloquecedora del capital que se acumula en unas cuantas manos y se aleja a la velocidad de la luz de la pobreza insultante, de la marginación de millones que padecen hambre. Todo cambió. Pero al marchar los estudiantes del Politécnico por las calles de la ciudad capital, ni la respuesta inmediata de la directora de la institución, ni la conspicua ausencia de policías y pretorianos armados, ni la intervención de Miguel Ángel Osorio Chong, secretario de Gobernación, en vías de ministerio del interior, para anticipar la derogación a cambio a fondo del reglamento, precisar que los ingenieros son eso y no técnicos, etc., etc. Pero nada pudo silenciar el eco de aquel entonces.

No somos los únicos dados a tropezar dos o más veces con la misma piedra. Pero lo hacemos a menudo. Pareciéramos dispuestos a caer, aunque la piedra del momento sea imaginaria, o sombra de alguno de los fantasmas que nos han traído a tumbos de la dictadura a la revolución social, y de ésta a la reacción disfrazada de pragmatismo, para que la teoría económica se vacíe de contenido político y acabe por regir la vida nacional. El malhadado sistema, reducido a lo absurdo en la frase de Vargas Llosa, la dictadura perfecta, resultó capaz de fincar la capacidad que tuvo el reformismo salinista para demoler sus propias instituciones y dar paso no al mercado libre –que a fin de cuentas es pura fantasía–, sino al neoliberalismo que los anglosajones llaman con, más propiedad y alcances, neoconservadurismo.

Dejemos en la imaginaria, conforme al lenguaje militar, a los panistas que se hicieron del Supremo Poder Ejecutivo de la Unión y no supieron qué hacer con él durante 12 años. Vacío de poder y una ambiciosa debilidad que abrió la caja de los secretos a los americanos que la derecha veía como amenaza desde antes coronar a Agustín I. Eso y un territorio sembrado de fosas comunes, por el que vagan miles y miles de desaparecidos. Vicente Fox goza la vida y los ingresos de una fundación obtenidos al servicio de los grandes corporativos extranjeros y mexicanos; Felipe Calderón dicta conferencias y habla en la ONU de los peligros de la violencia criminal. Y el PAN se asusta de su propia sombra, de los acuerdos con el triunfador de la segunda alternancia que hicieron posible la victoria cultural festinada por el filósofo Carlos Castillo Peraza.

Enrique Peña Nieto reinició el periplo universal del Ulises de Atlacomulco. Adolfo López Paseos, llamaban los ingenios populares a López Mateos. Hay método en el navegar con la certeza del retorno a Ítaca. Como lo hay en los compromisos de campaña contraídos ante notario público. Primero volver a la América nuestra, a los vecinos inmediatos de América Central y del Caribe; a los acuerdos con los ribereños del Pacífico; y el equilibrio en el trato de Brasil, Argentina y el Uruguay gobernado por el viejo luchador de ideas juveniles. Y a Europa. Pero los vientos del tiempo soplaron con rumbo al norte; al recorrido programado y cumplido en los círculos del poder de Nueva York, capital mundial del Capital. Y otras cosas, protocolarias, pero no por eso menos importantes, menos valiosas para quien sube a la tribuna y habla en la Asamblea General de la ONU.

Buena oportunidad para que los comunicadores y validos de Palacio llamaran atención al hecho de no haber sido tema central la violencia criminal; ni en los encuentros con la prensa. Anote, señor notario. Nada deleznable. Y no se explica por el oficio de su equipo, desde el canciller Meade, al embajador Medina Mora y el comunicador David López, sombra de su jefe. Triunfo político y victoria mediática en Nueva York. Si puede hacerlo ahí, lo hará en cualquier parte, dice la canción. A pesar de que en México, en casa, una Ítaca sin huéspedes que devoran todo, el método de la llamada comunicación social es laberinto de minotauros electrónicos y los impresos en papel no encuentran el hilo de Ariadna que los guíe. Tropiezan con la sombra pétrea del no pago para que me peguen.

Bien programado el paso por la pasarela dorada neoyorquina. Como los de Carlos Salinas, cuando los analistas de postín, The Pundits, dieron en hablar de la salinastroika. Largos aplausos en The Round Table. Salinas preguntaría: ¿Cómo viste el acto? –Bien, desde luego– responderían; aplaudían a quien les decía exactamente lo que ellos pensaban, la ruta trazada para hacerse del Vellocino de Oro. Todo cambió. Pero hay nombres que permanecen. Henry Kissinger pronunció el panegírico a Enrique Peña, premiado como estadista global. Elogios a su propia condición de arúspice. Kissinger se inició al servicio de los Rockefeller, símbolo de la riqueza, fundadores de Standard Oil, que hoy se retiran de la explotación del petróleo para invertir en energía limpia.

Kissinger hizo fama por sus trabajos sobre el canciller von Metternich y el Congreso de Viena que trazó las nuevas fronteras de Europa tras la derrota de Napoleón Bonaparte. Richard Nixon asumió la presidencia en 1968. Kissinger filtraría la versión de su locura para que lo creyeran capaz de desatar la guerra nuclear. Y acabó de hinojos al lado de un Nixon ebrio y derrotado, rezando frente al retrato de Abraham Lincoln.

El poder como labor de Sísifo. Menos mal que Enrique Peña declaró con firmeza que siempre se ha opuesto a la reelección.