Opinión
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Adiós al adiós a las armas
H

ace un cuarto de siglo, con el fin de la guerra fría, cundió cierto júbilo entre los internacionalistas. Se habló, con diversos grados de entusiasmo, del dividendo de la paz, derivado, sobre todo, de la drástica reducción del gasto militar, resultado lógico del final de medio siglo de balance del terror, predicado en el demencial concepto de la destrucción mutua asegurada –MAD, por sus iniciales en inglés–. Los primeros acontecimientos ofrecían cierta esperanza: entre 1992 y 2002 Estados Unidos y Rusia redujeron en forma significativa su gasto militar. Medidas por el SIPRI –el benemérito Instituto Internacional de Investigaciones para la Paz, de Estocolmo–, esas erogaciones se abatieron, como proporción del PIB, en 1.5 y 0.7 puntos porcentuales, respectivamente. La caída, sin embargo, no fue duradera, y si algo frenó el renovado crecimiento de los recursos bélicos –cuyo nivel ha vuelto a alcanzar, en los años recientes (2012-2013), más de 4 puntos del PIB– fue la crisis económica que afectó con severidad a los antiguos rivales estratégicos. Además, como quedó en claro, desde los años 90 del siglo pasado, los aparatos militar-industriales de ambas naciones siguieron su propia lógica de afianzamiento, más o menos desconectada de la dinámica de las tensiones y conflictos, entre ellas o en el escenario mundial.

Hacia finales del primer decenio del siglo, el autor de un artículo con el título de Romper con la mentalidad belicista, publicado en Sundial, de la Universidad Columbia, en 1983, fue elegido presidente de Estados Unidos. En su campaña había revivido la noción de desarme nuclear; había firmado en el primer año de gobierno –con Dimitri Medvediev, a la sazón su contraparte rusa– un nuevo tratado de reducción de arsenales nucleares, New Start; había provocado entusiasmo, urbi et orbi, con un elocuente discurso de corte pacifista en Praga, y había conseguido que se le otorgase el premio Nobel de la Paz, como acaba de recordarlo The New York Times (22/9/14). La expectativa de 10 años antes se renovó de manera espectacular.

Ahora, mediado el segundo decenio del siglo, ante la agudización de las tensiones y la multiplicación de los focos de conflicto y, sobre todo, el más o menos impredecible desenlace de los enfrentamientos en Ucrania, los internacionalistas discuten si ha retornado la guerra fría, y se deja sentir con similar o mayor crudeza. Quizá una de las manifestaciones más preocupantes de estas renovadas tensiones, tanto las que precedieron al episodio ucraniano como las directamente conectadas con éste, es su peso sobre la orientación y alcance de las decisiones estratégicas de largo plazo de los rivales de la guerra fría que vuelven a enfrentarse.

Para el caso de Estados Unidos se dispone de un análisis, desde el punto de vista del impacto presupuestal, de la estrategia nuclear en el decenio hasta 2023, contenido en un estudio reciente de la CBO, la Oficina Presupuestal del Congreso (www.cbo.gov). Es claro, por principio de cuentas, que el objetivo de largo plazo de búsqueda de la seguridad en un mundo sin armas nucleares, proclamado por Obama en Praga en 2009, ha quedado abandonado en definitiva. La visión a 2023 contempla –señala de entrada el documento de la CBO– “el mantenimiento de los tres tipos de sistemas que pueden portar armas nucleares a largas distancias –los submarinos capaces de lanzar proyectiles balísticos, los cohetes intercontinentales con base en tierra, y los aviones de bombardeo de largo alcance–, conocidos, en su conjunto, como la triada estratégica nuclear”. Se prevé además, agrega el documento, preservar la capacidad para desplegar armas nucleares tácticas, transportadas al exterior mediante aviones de combate, en apoyo de [países] aliados.

El mantenimiento de arsenales y vehículos portadores de artefactos nucleares se produce en una situación caracterizada, en los términos del mismo documento, por el hecho de que, actualmente, casi todos los sistemas de porteo y las armas nucleares que transportan están próximos al final de sus lapsos de vigencia operacional y será preciso moderni­zarlos o remplazarlos por otros nuevos a lo largo de los próximos dos decenios. De forma simultánea, continúa el estudio de la CBO, se requerirán otras inversiones para restaurar y actualizar los laboratorios [nucleares] de la nación y el complejo de instalaciones y servicios de apoyo exigidos por el arsenal estadunidense de armas nucleares.

No es clara, en el documento de la CBO, la forma en que el costo presupuestal total asociado a las fuerzas nucleares de Estados Unidos –que llega al impresionante monto de algo más de medio billón de dólares en el lapso 2014-2023– se subdivide en dos componentes básicos, desde el punto de vista de su impacto en las relaciones internacionales. Habría que estimar, por una parte, el costo asociado al mantenimiento strictu sensu de los arsenales nucleares y sus sistemas de porteo y, por otra, al relacionado con la ampliación y modernización de unas y otros. Este último sería un costo asociado a la proliferación vertical de las armas nucleares y entraría en abierto conflicto con los objetivos y aspiraciones de la comunidad de naciones en materia de no proliferación. Oponerse a la proliferación de armamentos nucleares no sólo significa tratar de evitar que estados no poseedores de armas nucleares las adquieran –proliferación horizontal– sino evitar también que los estados nucleares aumenten sus arsenales en número y calidad de los artefactos que los integran o de los medios de porteo de los mismos. Es de suponerse que esta segunda finalidad, la de modernización y aumento de la efectividad de los arsenales, absorbe proporciones importantes de los montos previstos, en el decenio 2014-2023, para: sistemas de lanzamiento de armas nucleares, 136; armas, reactores navales y sistemas de apoyo, 105; y sistemas de comando, control, comunicaciones y prevención temprana, 56 (cifras en miles de millones de dólares). Se trata, es claro, de una estrategia de rearme nuclear.

Es difícil imaginar que el rival estratégico de Estados Unidos en tiempos de la guerra fría, que mantiene el segundo arsenal nuclear en importancia –cuyas necesidades de actualización y modernización son, cabe presumir, mayores proporcionalmente que las estadunidenses– esté dispuesto a presenciar con tranquilidad el enorme esfuerzo de rearme nuclear de Estados Unidos. Lo mismo podrá afirmarse, con toda seguridad, de China, poseedora del tercer arsenal nuclear en importancia y potencia en ascenso.

Con el fin (transitorio, como ahora se advierte) de la guerra fría, algunos previeron un pronto adiós a las armas nucleares. Es a esa ilusoria perspectiva a la que ahora corresponde decir adiós.