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Texas: una relación controvertida
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as relaciones con Texas siempre han sido diferentes que con otros estados de la Unión Americana. La historia empieza muy atrás, cuando un grupo de colonos fue admitido en territorio mexicano en Coahuila, entre los cuales figuran los nombres de Stephen F. Austin, quien recibe la concesión de tierras por parte del presidente Agustín de Iturbide; Samuel Houston, quien sorprende a Antonio López de Santa Anna en plena siesta, lo captura y le obliga a firmar la independencia, y luego sería presidente de Texas, y el mítico trampero David Crockett, muerto en la defensa de El Álamo.

La diferencia entre colonos e inmigrantes es clave para entender esta parte de la historia. Los colonos de origen inglés llegaron a colonizar de manera diferente que los españoles. Estos se apropian o se les otorgan tierras, marcan sus límites con la población local, no se integran y viven según las reglas de su país de origen. Un ejemplo clásico en el territorio mexicano serían las colonias de menonitas. Por su parte, los inmigrantes se integran y con los años y las generaciones forman parte sustancial del país de destino. No obstante, son raros los casos de colonos que se independizan del país que los acoge: el de Texas es la triste excepción que confirma la regla.

Después de un breve periodo como país independiente, Texas se integra a la Unión Americana y logra acaparar un inmenso territorio y extenderlo hasta El Paso del Norte, que en aquellos tiempos era la ruta principal de comunicación con México, que le interesa conservar de tal modo que la frontera entre Texas y México es de más de mil 500 kilómetros.

La historia de Texas es, en buen parte, la historia del sur esclavista de Estados Unidos, que extiende el prejuicio y la discriminación hacia todos aquellos que no son blancos. La ley estatal conocida satíricamente como de Jin Crow, vigente entre 1876 y 1965, segregaba tanto a negros como mexicanos. Los líderes mexicanos de clase media de aquella época luchaban porque se les considerara como blancos y forman la Liga de Ciudadanos Latinoamericanos Unidos (LULAC, por sus siglas en inglés), en 1929, cuyo principal objetivo era luchar contra la discriminación de mexicanos y los latinos.

La discriminación de los mexicanos era tan evidente como la necesidad que tenían de mano de obra. Por eso el gobierno mexicano, cuando firma los convenios braceros en 1942, excluye a Texas, por ser un estado con leyes y prácticas racistas. No obstante la exclusión expresa del programa, la mano de obra seguía fluyendo, sin importarle al estado vecino los convenios y las recriminaciones del gobierno mexicano.

Como los trabajadores que llegaban a Texas eran considerados ilegales y no podían llegar braceros contratados legalmente, en 1952 se promulga una ley llamada Texas Proviso, que en resumen dice que no se puede considerar delito contratar a un migrante indocumentado, pero sí es delito entrar a Texas sin documentos. Una norma que mide con diferente rasero a los empleadores y a los trabajadores, ambos irregulares, que estuvo vigente hasta 1986 y fomentó de manera abierta y cínica la migración irregular.

La justicia en Texas nunca ha sido muy justa que digamos con los negros y los mexicanos, y siempre hay un trasfondo racial en las resoluciones judiciales. De ahí el gran número de mexicanos presos y de condenados a muerte. Al respecto vale la pena ver el magnífico documental de Lucía Gajá titulado Mi vida dentro, que pone al descubierto la maquinaria judicial texana.

Finalmente, pero no lo último, en 2004 México ganó un juicio en la Corte Internacional de Justicia de La Haya sobre el cumplimiento de la notificación consular, que se conoce como el fallo Avena, que debía ser aceptado por Estados Unidos, por convenios internacionales firmados. Pero un juez dijo simplemente que no era admisible y que el estado soberano de Texas no tenía por qué aceptar fallos internacionales. De este modo, se condenó a muerte a muchos mexicanos que podían haber tenido un nuevo juicio debido a la falta de notificación consular.

Lo último es la carta del actual gobernador de Texas, Rick Perry, que responde la del presidente Enrique Peña Nieto, en la que éste manifiesta como reprobable, condenable y desagradable la militarización de la frontera. En su contestación, el gobernador texano acusa a México de ser el culpable del problema y que la presencia de la Guardia Nacional es consecuencia del fracaso del gobierno mexicano de asegurar su frontera sur.

La respuesta de la cancillería se refugia en cifras recientes, que ciertamente ponen en evidencia la disminución importante de los menores no acompañados y en el argumento de que no puede considerarse el tema dentro del esquema de seguridad, sino en sentido humanitario.

Por segunda o tercera ocasión le vuelve a explotar el tema migratorio al gobierno del presidente Peña Nieto y no se perciben mayores cambios en su política y, menos aún, en los funcionarios encargados de la gobernanza. Pareciera que el tema no es prioridad de las relaciones bilaterales y tampoco de lo que piense y opine la comunidad mexicana radicada en el exterior.

Durante el sexenio pasado el ex presidente Felipe Calderón se encargó de desmigratizar la relación bilateral y el gobierno de Peña Nieto parece seguir por el mismo camino. Pero en la práctica, la política sin estridencias planteada por la cancillería choca de manera frontal con las destempladas reacciones de los legisladores republicanos y con las posiciones extremas del gobernador de Texas, posible candidato a la presidencia.

Afirmar que México trabaja y coordina el tema migratorio con el gobierno federal de Estados Unidos no lo exime de tratar el asunto con el gobierno texano, que sigue aferrado a su política tradicional de hacer caso omiso de lo que piense, considere o mande la federación.