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Felices los felices
 
Periódico La Jornada
Domingo 21 de septiembre de 2014, p. 3

Nada mejor que una pelea matrimonial en el supermercado, entre la fila de los quesos y el pasillo de cereales para niños, para vociferar sobre la página las parejas me repugnan. Su hipocresía. Su suficiencia. Es así como la escritora francesa Yasmina Reza inicia un bricolaje doméstico en su novela Felices los felices, que ya se encuentra en librerías mexicanas publicada por Anagrama.

La rutina matrimonial de Pascaline y Lionel es interrumpida por la obsesión de su hijo por Celine Dion, la cantante del tema de la película Titanic. La anécdota sobresale entre un mosaico de 18 personajes que parecen no tener nada en común, igual número de capítulos en que se divide la novela, cada uno lleva por título el nombre del narrador en turno, quien se posa con la careta para intercambiarla al siguiente para recitar su monólogo.

A veces el adulterio es necesario, es la frase que la prensa española coincidió en destacar en sus encabezados de la conferencia ofrecida por Yasmina Reza hace unos días en Barcelona para presentar su libro recién editado en español, y que apareció originalmente en París desde 2013. La dramaturga francesa desmenuza y hace trizas las relaciones de pareja y sus alrededores, apuntaron los periodistas.

Y al parecer la infelicidad está ligada con la vida en pareja. Al menos así lo hace sentir esta autora, hija de un ruso de origen iraní y una judía húngara, que se encontraron en su exilio en París.

Mordaz y cínica sonríe desde el interior de la portada, en la segunda de forros, la escritora de 55 años a quien se le ha acusado de misántropa y misógina. Actriz en sus años de juventud, después se convirtió en una premiada dramaturga, varias veces con el Molière, premio nacional de teatro en Francia. De sus obras, son más reconocidas Arte y Un dios salvaje, de esta última Roman Polanski llevó una versión a la pantalla cinematográfica protagonizada por Jodie Foster, Kate Winslet, Christoph Waltz y John C. Reilly.

Asociar felicidad y amor es una auténtica estupidez, asestó Reza en una entrevista con un diario español en agosto pasado, a la espera de la publicación de su novela traducida al castellano.

Felices los amados y los amantes y los que pueden prescindir del amor. Felices los felices, se presenta esta novela en la primera página con una cita de Jorge Luis Borges. Y la cita encaja bien, aceptó Yasmina Reza, en este libro lleno de hombres y mujeres en plena búsqueda sentimental, pero todos ellos infelices sin excepción. Amor y felicidad no son nociones colindantes.

Toca a Chantal Audouin contar su ideario sobre la pareja, el amor y la infidelidad en el capítulo que La Jornada ofrece como adelanto a sus lectores, con autorización de la editorial.

Chantal Audouin

Un hombre es un hombre. No hay hombres casados, ni hombres prohibidos. Nada de eso existe (es lo que le expliqué al doctor Lorrain cuando me internaron). Cuando se conoce a alguien, tanto da su estado civil. Y su condición sentimental. Los sentimientos son cambiantes y mortales. Como todas las cosas de este mundo. Los animales mueren. Las plantas. De uno a otro año, los ríos no son los mismos. Nada dura. La gente quiere creer lo contrario. Se pasan la vida recomponiendo los pedazos y a eso lo llaman matrimonio, felicidad o yo qué sé. A mí me traen sin cuidado esas tonterías. Pruebo suerte con quien me da la gana. No me da miedo salir trasquilada. De todas formas, no tengo nada que perder. No seré guapa toda la vida. El espejo ya se muestra cada vez menos amistoso. Un día, la mujer de Jacques Ecoupaud, el ministro, mi amante, me llamó para que nos viéramos. Yo estaba aturullada. Probablemente había hurgado en las cosas de Jacques y había descubierto un intercambio de correos entre los dos. Al finalizar la conversación, dijo antes de colgar: Espero que no le diga nada. Quiero que esto quede entre nosotras. Inmediatamente llamé a Jacques y le dije, el miércoles he quedado con tu mujer. Jacques parecía estar ya al corriente. Suspiró. El suspiro del cobarde, que significaba, qué remedio, ya que hay que pasar por eso. Las parejas me repugnan. Su hipocresía. Su suficiencia. Hasta entonces no había podido hacer nada para sustraerme a la atracción que ejercía sobre mí Jacques Ecoupaud. Un seductor de señoras. Mi réplica en hombre. Con la salvedad de que él es secretario de Estado (aunque el siempre diga ministro). Con todo el muestrario. Coche de cristales tintados, chofer y escolta. Siempre una mesa reservada en el restaurante. Yo partí de menos de cero. Ni siquiera tengo el bachillerato. Ascendí sin ayuda de nadie. Actualmente me encargo de organizar eventos. Me he hecho un nombrecillo, trabajo en el cine, en la política. Organicé un salón en Bercy para un seminario nacional sobre los logros franceses de los autónomos (aún recuerdo el título; habíamos prendido banderas en los ramos). Allí conocí a Jacques. El secretario de Estado encargado de Turismo y Artesanado. Un hombre ridículo si bien se mira. El tipo de hombre sin cuello, recio, que entra en un sitio y pasea la mirada por la sala para comprobar si ha atraído todas las miradas. La sala estaba atestada de empresarios de provincias, llegados en plan señor a París con su mujeres de punta en blanco. Durante el evento, un vicepresidente de una cámara de oficios pronunció un discurso, Jacques Ecoupaud se me acercó, yo estaba al fondo, junto a una ventana, y me dijo, ¿ve usted al tipo que acaba de hablar? Sí, dije. –¿Ha visto su corbata de pajarita? –Sí. –Está un poco godo, ¿no? –Sí, es verdad, dije. Es de madera, dijo Jacques Ecoupad. –¿De madera? El tipo es artesano, hace armazones. Ha fabricado un nudo mariposa de madera, y le da brillo con Pliz, dijo Jacques. Me eché a reír y Jacques se rió con su risa medio seductora, medio campaña electoral –¿Y el del maletín de terciopelo tipo James Bond? ¿Sabe cómo se llama? Frank Ravioli. Y vende comida para perros. Al día siguiente Jacques aparcaba su Citroën C5 delante de mi casa y pasábamos la primera parte de la noche juntos. Por lo general, con los hombres, llevo yo la batuta. Los enciendo, los camelo y me piro al amanecer. A veces me dejo atrapar en el juego. Me encariño un poco. Dura lo que dura. Hasta que me aburro. Jacques Ecoupaud me ganó por la mano. Sigo sin entender lo que me volvió tan dependiente de ese hombre. Un tipo sin cuello que me llega al hombro. Un camelista de pacotilla. Enseguida se presentó como un gran libertino. Del tipo, voy a encanallarte nena. Siempre me ha llamado nena. Tengo 56 años, mido un metro 76, tengo un pecho a lo Anita Ekberg, me tomó el alma que me llamaran nena. Es una idiotez. Un gran libertino, imaginarte. Sigo sin saber lo que quiere decir. Yo estaba dispuesta a vivir experiencias. Una noche se presentó en casa con una mujer. Una morena de unos 40 años que trabajaba en los albergues sociales. Se llamaba Corinne. Serví un aperitivo. Jacques se quitó la chaqueta y a corbata y se apoltronó en el sofá. La mujer y yo nos quedamos en los sillones hablando del tiempo y del barrio. Jacques dijo, poneos cómodas chatas. Nos desnudamos un poco pero no del todo. Corinne parecía experta en esa clase de situaciones. De esas chicas flemáticas que hacen lo que se les dice. Se quitó el sujetador y lo colgó de una maceta con un crisantemo. Jacques soltó una risotada. Llevábamos las dos el mismo tipo de ropa interior que supuestamente despierta a un muerto. Llegado un momento, Jacques abrió los brazos de forma simétrica y dijo, !venid¡ Nos colocamos una a cada lado y él cerró los brazos. Nos quedamos un rato así, sobándole el barrigón peludo, toqueteándole la bragueta, y de repente dijo, ¡acercaos, chicas! Todavía siento vergüenza al recordar esta frase. Vergüenza de la situación, de la luz cruda, de la falta total de imaginación y de dominación de Jacques. Esperaba al marqués de Sade y estaba con un tipo barrigón que decía, venga, acercaos chicas. Pero por aquella época yo lo disculpaba todo. Si los hombres querían reconocernos una única cualidad, era ésa. Los redimimos. Los enaltecemos en cuanto podemos. Nos queremos saber que el chófer es un ex aduanero, que el escolta es un paleto de la seguridad departamental de Cantal. Que el Citroën C5 es el peor de los coches oficiales. Que el gran libertino vino a encanallarnos sin traer una mala botella de champán. Thérese Ecoupad -es el nombre de la mujer de Jacques- me citó en un café de la Trinité. Me dijo, llevaré una chaqueta beige y estaré leyendo Le Monde. Un programa hilarante. Yo pedí hora para hacerme la manicura y teñirme el cabello la víspera. La peluquera me puso un rubio más dorado que de costumbre. Me pasé una hora eligiendo lo que iba a ponerme. Falda roja, jersey verde con cuello redondo, zapatos de tacón Gigi Dool. Y, para perfilar mi aparición, una pequeña gabardina de color piedra a la inglesa. Allí estaba ella. La vi enseguida. Desde la calle, tras el cristal. De mi edad, pero aparentaba diez años más. Maquillada aprisa y corriendo. Pelo corto mal cortado y raíces a la vista. Bufanda azul y chaqueta beige holgada. De inmediato pensé, se acabó. Jacques Ecoupaud, se acabó. Incluso estuve a punto de no entrar en el café. La visión de aquella mujer legítima y postergada resultó mucho más asesina que todas las decepciones, esperas, promesas no mantenidas, platos y velas dispuestos para nadie. Estaba sentada junto a la terraza, sin intentar esconderse, las gafas cabalgando en la punta de la nariz, absorta en la lectura del periódico. Una profesora de latín esperando a su alumna. Thérése Ecoupaud no se había esforzado en lo más mínimo para presentarse ante la amante de su marido. ¿Qué hombre puede vivir con una mujer semejante? Las parejas me dan asco. Su acartonamiento, su connivencia retrógrada. Nada me gusta de esa estructura ambulante que atraviesa el tiempo en las barbas de los aislados. Las dos partes me inspiran desprecio y sólo aspiro a destruirlos. Aun así entré. Le tendí la mano. Dije, Chantal Audouin. Ella dijo, Thérése Ecoupaud. Pedí un Bellini para tocarle las narices. Me desabroché la gabardina, sin quitármela, para que se diera cuenta de que no tenía mucho tiempo que dedicarle al evento. De inmediato me dio a entender que no la movía más sentimiento que la indiferencia. Apenas una mirada. Una rotación aplicada de la cucharilla sujeta entre los dedos pulgar e índice. Dijo, señora, mi marido le mandó mails. Usted le contesta. Le hace declaraciones de amor. Usted se inflama. Cuando se aflige, él se disculpa. La consuela. Usted le perdona. Y así sucesivamente. El problema de esa correspondencia, señora, es que usted cree ser la única. Se ha creado un escenario en el que por una parte está usted, el reposo del guerrero, y por otra la esposa molesta y el sacerdocio nacional. Nunca se ha planteado que puedan existir otras aventuras al mismo tiempo. Pensaría usted que era la única a quien mi marido confiesa sus estados de ánimo, a quien escribe, por ejemplo, a las dos de la mañana, refiriéndose a sí mismo como Jacquot (pasaré por alto semejante simpleza), Pobre Jacquot, solo en su habitación de Montauban, añorando tu piel, tus labios, tu..., el resto ya lo conoce. Exactamente el mismo para sus tres destinatarias. Esa noche eran tres las que recibieron ese mensaje. Usted, más ansiosa que las otras, contestó con efusión y cómo diría yo, inocencia. He querido quedar con usted porque me ha parecido que estaba particularmente prendada de mi marido, dijo Thérése Ecoupaud. Pensé que se alegraría de que la informase para que no se diera el batacazo, dijo esa mujer atroz. Le dije al doctor Lorrain, ¿no le parece normal, doctor, que quiera una matarse después de semejante escena? Lo mejor habría sido matarlo a él, claro. Aplaudo a las mujeres que se cargan a su amante, pero no todo el mundo posee el temperamento necesario. El doctor Lorrain me preguntó qué me parecía Jacques Ecoupaud ahora que me encontraba mejor. Un pobre mequetrefe, dije. El alzó el brazo con su bata blanca y repitió como si yo acabara de dar con la clave para escapar de él, ¡un pobre mequetrefe! –Sí, doctor, un pobre mequetrefe. Pero los pobres mequetrefes pueden embaucar a las tontas, como puede comprobar. ¿Y de qué me sirve verlo ahora como un pobre mequetrefe? Ese pobre mequetrefe me degrada y no me hace ningún bien ¿quién le dice a usted que el corazón se libera ante la realidad? Igor Lorrain movió la cabeza poniendo cara de comprenderlo todo, y escribió no sé que apreciación en mi historial. Al salir de su consulta, en la escalera de la clínica me crucé con mi paciente preferido. Un joven alto y moreno de bonitos ojos claros, siempre sonriente. Un quebequés. Me dijo, hola Chantal. Yo dije hola Céline. Le dije que me llamaba Chantal y él me dijo que se llamaba Céline. Me parece que se cree que es la cantante Céline Dion. Pero puede que lo haga en broma. Lleva siempre una bufanda enrollada al cuello. Se le ve deambular por los pasillos o por los senderos del jardín cuando hace buen tiempo. Mueve los labios y pronuncia palabras ininteligibles. No mira a la gente a los ojos. Parece dirigirse a una flota lejana, a la que llama desde lo alto de una roca para atraer a los que llegan en lontananza, como en la mitología.

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Yasmina Reza, escritora francesa de 55 años, quien fue actriz en sus años de juventud y después se convirtió en una premiada dramaturga