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Brasil y su amnesia
N

o colaboro con el enemigo. A- rréglense. Así, de manera tan escueta como determinada, el teniente retirado del ejército brasileño José do Nascimento contestó a la invitación que recibió de la Comisión de la Verdad, instituida por ley y sancionada por la presidenta Dilma Rousseff.

José Teixeira, otro militar retirado, pero de rango bastante superior –es general– optó por apuntar, en el mismo papel que determinaba que debería, por imperio de la ley, comparecer, contestó que sólo aceptaba cumplir órdenes del comandante en jefe del ejército. Y como el comandante en cuestión no lo convocaba para nada, se eximía.

En estas últimas semanas, los trabajos de la Comisión de la Verdad traen a la superficie un dato escalofriante: los militares brasileños se niegan, definitivamente, a colaborar para que el país conozca su pasado y rescate su memoria. De hacer justicia, ni hablar: hay una absurda y esdrújula Ley de Amnistía, decretada en los estertores de la dictadura militar que imperó de 1964 a 1985, que asegura absoluta impunidad a los que cometieron actos de lesa humanidad en ese periodo.

Pero aunque esté asegurado que no se haga justicia contra torturadores, violadores, vejadores, secuestradores y asesinos, los militares brasileños quieren asegurarse de que, además, se mantengan secuestradas la verdad y la memoria. Con olímpica desobediencia y formidable prepotencia, los actuales integrantes de las fuerzas armadas se niegan a facilitar hasta el acceso a los archivos secretos que registran las perversidades cometidas.

Ninguno o casi ninguno de los militares en activo participaron del terrorismo de Estado, pero fueron formados en aquel periodo y actúan con una cobarde complicidad con los que fueron sus maestros.

Mientras sus colegas de naciones vecinas se enfrentan al juicio de la justicia y de la memoria, los militares brasileños se abrigan bajo un silencio cobarde. Llegan a afirmar, por escrito y en documento oficial, que no hubo ningún desvío de función en instalaciones castrenses, que, sabemos, se transformaron en centros de tortura. Como si la función primordial de tales instalaciones fuera, precisamente, torturar, violar y asesinar. Lo hacen con la impávida seguridad de los cobardes que se saben inalcanzables por la justicia.

A veces admiten lo obvio. Hace pocos días, al rendir testimonio ante la misma Comisión de la Verdad, Pedro Moézia, coronel retirado, aceptó, con todas las letras, que sí hubo torturas en la unidad a que estaba destinado. “Sólo un idiota imagina que no haya ocurrido. Pero –aclaró– no somos monstruos como dicen por ahí: somos seres humanos”.

No le pasará nada a Moézia, de la misma forma que nada ocurrirá a ninguno de los que son seres humanos pero, en determinadas ocasiones, no sólo practicaron, como admitieron, el uso del castigo físico como arma contra los que se rebelaban contra la dictadura.

Moézia trabajó bajo órdenes del entonces coronel Carlos Alberto Brilhante Ustra, y tiene una opinión firme e inmutable sobre su antiguo jefe: “Es el mayor héroe del Ejército sometido a una gran injusticia. Ahora todos les encanta decir que fueron torturados. Es la moda.

“Tengo varios amigos y amigas que fueron torturados. A ninguno le encanta contar lo que sufrieron. A ninguno le interesa estar a la moda.

“Lo que más me espanta es saber que mi país, presidido por una antigua militante que resistió a la dictadura –y padeció torturas y vejámenes de toda clase– no reaccione”.

De acuerdo con la Constitución brasileña, quien preside la república es el comandante supremo de las fuerzas armadas. Y a quien ocupa ese puesto corresponde la responsabilidad de hacer que los respectivos comandantes de Ejército, Marina y Aeronáutica cumplan lo que determina la ley.

Hay en mi país una ley que instituye la Comisión de la Verdad, la cual obliga a quienes son convocados a comparecer, a que contesten las preguntas que les sean planteadas.

Asimismo, existe una ordenanza del comandante del ejército –y, por lo tanto, subordinado al comandante en jefe de las tres fuerzas–, determinando que no hay que atender ni proporcionar información alguna a la Comisión de la Verdad.

Alguien está equivocado. Alguien no cumple, a propósito, un orden legal e institucional. O el comandante del ejército desobedece, de manera clara, a su comandante suprema –la presidenta de la república–, o la comandante suprema no comanda nada.

El teólogo brasileño Leonardo Boff, combatiente incansable por la justicia, dice que la memoria es subversiva. En sus tiempos de militante de resistencia a la dictadura, Dilma Rousseff era tratada, tanto por los medios de comunicación como por los militares, como subversiva.

Ella, ahora, y por derecho pleno, conquistado por el voto popular, preside el país y comanda las fuerzas armadas.

¿Aceptará semejante e insolente desobediencia? Está bien que ya no sea subversiva y se haya transformado en institución máxima del país, ¿pero habrá, en ese tránsito, perdido la memoria?