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Examen único: tiempos largos, soluciones cortas
C

omo ocurrió con la prueba Enlace de nivel básico en 2013, ahora en 2014 se anuncia una revisión del llamado examen único de la zona metropolitana de la ciudad de México. Y se plantea a profundidad, porque por lo menos al anunciarse se acepta oficialmente (por voz de Silvia Ortega, directora del Colbach), contradiciendo lo que había sido versión oficial, que ese procedimiento exacerba la segmentación social e incrementa sustancialmente el abandono escolar (Laura Poy, La Jornada, 27/8/14). Y las palabras se quedan cortas. Por lo que toca a la deserción, durante los primeros años 90, en el Distrito Federal era muy baja. En 1995 ocupaba el lugar 23 en todo el país, pero con la llegada del examen único (1996-1997) pasó a ser el primero (ver Aboites, La medida de una nación, p. 509). Resultado clarísimo e inmediato del mecanismo de asignación forzosa del examen único que hace que muchos de quienes buscan el bachillerato de la UNAM terminen asignados a escuelas no deseadas (usando las mismas palabras de los encargados), como el Conalep u otras.

Por lo que toca a la segmentación social, dos décadas de estadísticas documentan el impacto del examen en las mujeres e hijos de familias de clases populares. De 1994 a 2001, por ejemplo, en ningún año el número promedio de aciertos de las mujeres en todo el país supera al de los hombres y, además, se confirma que a mayor ingreso familiar se obtiene un mayor porcentaje de aciertos (Ceneval, La primera etapa e Informes 1995 y 2004). En su momento, funcionarios del DF llegaron a señalar que, con el uso de este procedimiento, en la ciudad de México se había creado un verdadero apartheid educativo.

El análisis experto que ahora se anuncia, sin embargo, quedará irremediablemente corto si no toca las razones de fondo que están generando las evidentes consecuencias que se mencionan. La idea misma de establecer un examen único, como si todas las escuelas fueran iguales y ofrecieran las mismas oportunidades de desarrollo, ha demostrado ser la causa de fondo de su efecto exacerbante de las diferencias sociales. Con el procedimiento único, a los jóvenes con menos aciertos no sólo se les rechaza de la escuela que prefieren –algo que ya ocurría desde antes del examen único– sino que, agravando las cosas, durante 17 años se les prohibía la inscripción en cualquier otra escuela y, lo más importante, todavía hoy se les sigue coaccionando a inscribirse en las escuelas consideradas menos deseables. Pero además, el examen único ha cobrado vida por sí mismo, enraizado profundamente en factores económicos y políticos. Cancelar el examen único resulta casi impensable porque privaría al Centro Nacional de Evaluación para la Educación Superior (Ceneval) de una fuente estable de ingresos millonarios. Además, la asignación coaccionada ha beneficiado a sectores duros de la Comisión Metropolitana de Instituciones Públicas de Educación Media Superior (Comipems), que antes del examen único veían languidecer sus escuelas por la falta de estudiantes. Tan poderosos son estos intereses que, a pesar de que en 2012 la media superior se convierte en un derecho constitucional (por tanto, sin examen de selección y gratuito), la impertérrita Comipems ha seguido cobrando cientos de pesos a cada aspirante, continúa aplicando un examen (trivia, realmente) que decide quién tiene más derecho que otro para ingresar a una escuela y continuó manteniendo requisitos que hacen que queden fuera decenas de miles de jóvenes cada año, a pesar de que haya lugares y tengan su certificado.

Es alentador, sin embargo, que a pesar del tiempo transcurrido, públicamente se reconozcan los problemas de este experimento. Es una manera de aceptar el fracaso de una experiencia de tratamiento masificado, vertical y excluyente para el ingreso a la educación media superior. Con ese reconocimiento se abre la posibilidad de comenzar a pensar el acceso y la escuela misma desde una escala distinta, humana. Es decir, escuelas a las que es relativamente fácil acceder, donde hay una cercanía y familiaridad con los jóvenes y sus necesidades, y también con la frecuentemente desesperada situación que viven. Tal vez no se les puede ofrecer soluciones de fondo, pero a través de los procesos de descubrimiento y conocimiento y de la emoción de la convivencia en la escuela puede dársele un lugar relevante a la búsqueda de los significados de la vida. Por eso muchas y muchos jóvenes prefieren un faro o centro cultural y no un rígido y autoritario centro de capacitación para el trabajo. El primer paso ahora, sin duda, es repensar la forma de ingreso, pero luego transformar la escuela. Con una perspectiva distinta: las distorsiones que sufre el acceso a la educación en realidad no están en la demanda; están en la oferta.

Veinte años de fracaso y exclusión parecen suficientes para obligarnos a pensar de otra manera. Y esto es algo urgente porque si las grandes crisis de nuestra educación no tienen salidas creativas y realmente nuevas, entonces habrá que dudar si la ciudad y el país las tienen.

*Rector de la UACM