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Ver día anteriorSábado 30 de agosto de 2014Ver día siguienteEdiciones anteriores
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Nuevos códigos de guerra
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odavía en los años 80, para las generaciones que crecieron en el siglo XX, la pregunta por la forma en que la sociedad debía hacer frente a sus problemas tenía un referente bastante claro, o al menos esa es la impresión que daba. Ese referente era el Estado, y en particular el Estado-nación. Ya fuese un desastre natural, el desarrollo de la infraestructura de alguna región o la atención a grupos marginados, la primera respuesta que pasaba por la cabeza de todos –tanto quienes gobernaban como quienes se oponían al establishment– era atribuir la responsabilidad a esa Gran Agencia (imaginaria y real) en la que se resumían las ilusiones y las desilusiones de la capacidad de acción de la sociedad. Ni hablar de fenómenos tan complejos como la educación, la salud o la estabilidad de la economía.

Cuando la crisis de 1929 tomó por sorpresa a la sociedad estadunidense, y después a la mayor parte del mundo, nadie dudó en voltear la mirada al orden político para que coordinara esperanzas y urdiera pactos y negociaciones. Todo con tal de hacer frente al colapso. Pero incluso para quienes se oponían radicalmente al régimen liberal; es decir, el antiguo mundo revolucionario, el problema residía en abatir al viejo Estado para instaurar uno nuevo.

En la crisis que comienza en 2008, que no da visos de concluir, ninguna agencia ha ocupado ese Lugar privilegiado de promesas y factibilidades. Los estados nacionales se han desentendido de sus compromisos sociales y son los principales promotores de la privatización de la vida pública; las empresas siguen la lógica del mercado: destituir o destruir lo que se interpone en su operación; y las redes de la sociedad civil, las ONG en particular, han mostrado sus límites y debilidades. Es evidente: vivimos una crisis de las agencias y los agentes sociales. Uno sólo espera que se trate de un interregno, usando el lenguaje de Antonio Gramsci.

Las razones de esta fragmentación son todo menos evidentes. Una de ellas, acaso la más patente, ha sido la gradual separación que se ha escenificado entre el poder y la política. Y su corolario: el divorcio paulatino de la pareja entre el Estado y la nación, que definió el imaginario político en la historia de los dos últimos siglos.

La ecuación entre el poder y la política se ha desestabilizado por completo. Si poder significa la capacidad de emprender y realizar acciones, la política es el espacio en el que se definen las habilidades de las fuerzas que luchan por decidir qué acciones se van a emprender. El poder se ha desplazado a ese mundo de flujos y códigos indeterminados que componen la lejanía de la escena global. La política, en cambio, sigue manteniéndose en los estrechos límites de lo local; en las estructuras profundas de los pequeños pueblos, en los micro-laberintos de los municipios, en las peligrosas calles de las ciudades. El flujo de capitales, los tráficos de armas, personas y drogas, la circulación de mercancías, todos tienen sólo una cosa en común: disolver y destituir el espacio donde las comunidades locales y nacionales toman las decisiones sobre lo que les afecta.

Uno de los aspectos principales de este intrincado proceso, la forma en que los centros de los poderes globales han modificado las funciones de los estados nacionales, es el objeto de análisis de Campo de guerra (2014), el libro de Sergio González Rodríguez que obtuvo el Premio Anagrama de Ensayo, acaso el documento político más lúcido del último lustro.

Desde el siglo XIX, la función central del Estado moderno consistió en garantizar las condiciones de reproducción del mercado bajo una premisa que Max Weber exploró en varios textos clásicos: el monopolio de la violencia pública para asegurar una relativa paz social. Hoy esta función ha quedado trastocada por completo. En México, el Estado se ha transformado, a través de un complejo maridaje con el crimen organizado, en una maquinaria liminar de guerra para garantizar la reproducción ampliada de los flujos y tráficos globales de mercancías, seres humanos, armas y drogas. La hipótesis central de Campo de guerra no sólo subvierte nuestras ideas convencionales sobre el funcionamiento de la sociedad mexicana, sino la mirada misma desde donde observamos la política contemporánea.

Todo lo que en la opinión pública aparece como combate al crimen organizado, guerra contra el narcotráfico, etcétera, no son más que los eufemismos de un nuevo orden sistémico en el que el Estado de excepción se ha convertido en el estado permanente. Las maquinarias de vigilancia y control global de Estados Unidos se han fusionado con los aparatos de control tradicionales del poder en México para convertir a la política en una prolongación cotidiana de la guerra liminar.

Antes de los años 80, el Estado mexicano ejercía un régimen de control para impedir que el mundo subalterno cobrara el estatuto de un sujeto activo en la vida nacional. Hoy este ejercicio de control se opera a través de la violencia misma: una guerra molecular que divide a la sociedad no en conflictos por alternativas sociales y políticas, sino en estados moleculares de excepción que colocan al ciudadano ante la disyuntiva de lo criminal y la pasividad. Quienes se movilizan para politizar sus acciones, caen en la escena de la delincuencia. En una metáfora: antes se controlaba para impedir la guerra, hoy se controla a través de la guerra.

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Nota de última hora. Las rutas de ingreso aéreo a la ciudad de México fueron modificadas recientemente. Los vecinos afectados por el ruido en los cielos se han quejado con razón. La SCT no ha explicado las razones del cambio. Un amigo experto en el tema me explicó que una de las razones podría ser que el terreno de la nueva embajada de EU se encuentra en el centro de una de las viejas rutas. ¿El síndrome 11/11 en el DF? Es sólo una hipótesis.