Sociedad y Justicia
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Mar de Historias

Mañana olvidarás

C

amina rápido sin importarle tropezar contra los exhibidores de mercancías y los comerciantes que las pregonan. Uno con los brazos tatuados le sale al paso y le pregunta si está ciega o loca. Si tuviera fuerzas, Érika le diría que sólo está cansada, aturdida. El encuentro con Rubén la dejó sin ánimos, sin huesos. Como aquellas noches en el cuartito al que entraba su padrastro oloroso a sudor y a tabaco, exigiéndole el cuerpo e imponiéndole silencio: Tú, calladita. No querrás darle un disgusto a tu madre, verdad. ¿O sí?

Sin responder, Érika se mordía las uñas mientras esperaba oír el golpe de la puerta al cerrarse y los pasos sigilosos alejándose por el corredor hacia la recámara conyugal. Después se acostaba ovillada en el piso, esforzándose por olvidar pero sin saber cómo lograrlo.

II

Lo mismo se pregunta ahora que camina sin rumbo, ansiosa de olvidar, aunque sólo sea por un minuto, la conversación con Rubén. Fue muy breve. Duró los minutos que ella tardó en beber el café tibio y amargo mientras él hablaba indiferente al efecto devastador de sus palabras: Me conoces. Sabes que no me gustan los compromisos y no pienso cambiar. Así que mejor aquí le paramos. Érika siguió con su lucha perdida: “¿Por qué? Nunca te he exigido nada. Si crees que lo he hecho, discúlpame. No volverá a suceder. Hago lo que sea con tal de que…”

Algo en el gesto de Rubén le impidió seguir hablando. Lo miró sonreírle, inclinarse hacia ella y tuvo esperanzas de haberlo convencido de seguir juntos, viéndose ocasionalmente, como a él le gustaba. Pero lo que escuchó fue un tijeretazo: En buen plan, ten un poquito de dignidad y no te arrastres, al menos ante mí, porque eso me jode. ¿Estás llorando otra vez? No, así no podernos hablar.

Como disculpándose, Érika se secó rápido la cara y lo vio levantarse: Tengo que irme, pero si tú quieres, quédate. Alzó el brazo y pidió la cuenta a la mesera que atendía a un numeroso grupo de comensales: Esa señorita se va a tardar horas y me están esperando en el negocio. Te dejo para que pagues. Sacó la cartera y puso un billete sobre la mesa. A Érika le recordó el que su padrastro, algunas noches, le ponía entre las manos para premiarla por su docilidad y su silencio: Y tú, calladita. ¿No querrás darle un disgusto a tu madre, ¿o sí?

III

Érika no tuvo la intención de disgustar a su madre cuando le mostró el primer billete con que había sido gratificada. Mira. ¿De dónde sacaste este dinero? Me lo dio tu marido. Si no quieres decirle papá al menos llámalo por su nombre: Andrés. Es un buen hombre, se preocupa por nosotras, sobre todo por ti. Siempre quiere halagarte, la prueba es que te regaló ese dinero. ¿Qué te vas a comprar? Nada. No lo quiero.

Érika se ha preguntado mil veces qué tendría que hacer para olvidar el enojo de su madre ante su rechazo y la incredulidad con que escuchó su confesión deshilvanada: Entra en mi cuarto. Me habla de cosas feas y me obliga a repetirlas. Me toca. Me dice que no te lo diga porque te vas a enojar mucho. Pero tú no estás enojada conmigo, ¿verdad? Vámonos de aquí.

¿Solas? ¿A dónde? Además no tengo motivos para dejar a Andrés. ¿Te parece poco lo que acabo de decirte o no me oíste? No. Su madre no la había oído porque siguió hablando de su apego: Él me hace feliz. Lo quiero. Tú también deberías quererlo, o por lo menos hacer la lucha, en vez de levantarle falsos.

Que su madre creyera más en Andrés que en ella duplicó su orfandad y le inspiró la urgencia de contarlo todo, aun lo más repugnante, para que ya no hubiese duda de que decía la verdad y le sobraban motivos para querer huir de esa casa, de ese cuarto que tanto aborrecía. Érika concluyó su relato aturdida, horrorizada de sus palabras, de su cuerpo y acabó por estarlo también de su madre cuando la oyó decir: Estás muy jovencita. Malinterpretas. No le des tanta importancia a las cosas que no la tienen y deja de pensar en ellas. Te aseguro que todo lo olvidarás mañana.

IV

Han pasado 10 años y no llega el olvido de aquellas noches sofocantes. ¿Cuántos tendrán que transcurrir para que se borre de su pensamiento lo que acaba de sucederle con Rubén? Tal vez nunca logre perder las humillaciones a que se sometió con tal de retenerlo, aunque fuera bajo las condiciones impuestas por él: nada de compromisos ni de preguntas, y mucho menos de casorio. Expresaba su aversión al matrimonio en términos vulgares: Soy de los hombres que detestan la comida corrida y prefieren las botanas.

Muy pocas veces, y siempre algo borracho, Rubén se dejaba llevar por los sueños de Érika: Aunque no nos casáramos, ¿dime si no sería bonito que tuviéramos un cuarto donde vivir? ¿Un cuarto? No. Mejor una casa, no te digo que lujosa, pero sí amplia. Ay, sí, con dos recámaras: una para nosotros y la otra para el bebé, por si llegamos a tenerlo. En ese caso, me gustaría que fuera mujercita. Las niñas son más cariñosas, más dóciles.

Siempre que Rubén aludía a esa posibilidad, Érika terminaba llorando porque la remitían al cuarto abominado, a la voz de su padrastro: Te has visto en el espejo. Sabes que eres una niña muy linda. Por eso mismo tienes que ser cariñosa y dócil. Ven, acércate. Tan doloroso como esa visión era el recuerdo de los consejos de su madre: “Malinterpretas… Hazme caso… Mañana todo lo olvidarás.”

V

Mañana es martes y hasta el viernes nos pagan. El comentario de la desconocida que pasa a su lado devuelve a Érika a la realidad: lunes, cinco de la tarde. Faltan horas para que pueda refugiarse en su habitación y evitar las preguntas de su madre. Ruth adoptó la costumbre de interrogarla hasta el cansancio desde que Andrés la abandonó luego de que ella, en un arrebato de celos, lo acusó de engañarla. Ruth, ¿de veras me crees capaz?, preguntó él sin imaginar cuál sería la respuesta: Si te has atrevido a meterte con mi hija, ¡cómo voy a dudar de que lo haces con otras!

Refugiada en su cuarto, Érika escuchó insultos, muebles que caían. Sin pensarlo, tomó unas tijeras y las empuñó como arma para proteger a su madre contra la violencia de Andrés. Los vecinos se acercaron a preguntar qué sucedía. Andrés aprovechó el momento para salir gritando: Ruth y su hija son un par de locas asesinas. Me largo antes de que me maten. Con forcejeos, Érika evitó que su madre fuera en busca de Andrés. Jadeante, llorosa, Ruth apenas tuvo fuerzas para decir: Hija: ¿ves lo que hiciste? “Defenderte. Y te advierto que si ese tipo vuelve…” No volverá, el corazón me dice que no volverá.

De nuevo Érika se sintió desplazada por el hombre que tanto daño le había hecho. La sensación renace cuando su madre le confiesa que su vida no es nada sin Andrés. Entonces, como buena hija, ella se apresta a consolarla valiéndose de las frases que tantas veces escuchó de niña: No debes darle importancia a las cosas que no la tienen. Hazme caso: deja de pensar en ellas. Te aseguro que mañana todo lo olvidarás.