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 Portada 
Presentación 
Bazar de asombros 
      Hugo Gutiérrez Vega 
La palabra de 
  Yásnaya, activista mixe 
  Ana Paula Pintado 
Antropología, contracultura y rock 
  Miguel Ángel Adame Cerón   
  
La música, el oído 
  y el silencio 
  Armando G. Tejeda entrevista 
  con Ramón Andrés 
Rock, literatura 
  y experiencia 
  Xabier F. Coronado 
Arnaldo Córdova y 
  La ideología de la Revolución mexicana 
  Carlos Martínez Assad 
  
Cien mujeres contra 
  la violencia de género 
  Esther Andradi 
Columnas: 
        Galería 
		Ricardo Guzmán Wolffer 
        Jornada Virtual 
		Naief Yehya 
        Artes Visuales 
		Germaine Gómez Haro 
        Bemol Sostenido 
		Alonso Arreola 
        Paso a Retirarme 
        Ana García Bergua 
        Cabezalcubo 
		Jorge Moch 
        Jornada de Poesía 
        Juan Domingo Argüelles 
        Cinexcusas 
		Luis Tovar 
 
  Directorio 
     Núm. anteriores 
        [email protected] 
          @JornadaSemanal 
          La Jornada Semanal    
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	Alonso Arreola 
	 Twitter: @LabAlonso 
     
     
     
     
     “No hay un pájaro, el árbol canta” 
    
     
     Nuestra relación con Facebook es ambivalente. Por un lado detestamos la cantidad de textos e  imágenes relacionados con la mundanidad ajena; por otro, celebramos su  existencia empoderando a una sociedad que puede deslindarse de gobernantes y autoridades. Ello permite diálogos, acciones  y llamados de emergencia entre ciudadanos de a pie y  “conecta” afinidades, lo que abre caminos  ignotos en cualquier campo de interés. En nuestro caso: la música.  
     Pues bien, revisando una madrugada  el “muro” de Jorge Pedroza, melómano y neumólogo de fiar, encontramos un video  cuya promesa era por demás sugestiva:  revelaría el verdadero canto de los árboles (“No hay un pájaro/ el árbol  canta”, diría Francisco Hernández). Dimos  clic. La filmación mostraba rebanadas  delgadas de troncos (sí, de abetos, cedros o pinos) girando en un tornamesa  como si fueran discos de acetato. El aparato lucía convencional, por lo  que sospechamos una tomadura de pelo e imaginamos los segundos que gastaríamos  entendiendo su valor. Aguardamos. La música de fondo era de piano. Pese al  caprichoso entramado, algo en ella engendraba un sueño perfecto. Seguimos atentos. Pensamos que en cualquier momento  aquella “musicalización” daría pie al verdadero sonido de la madera rompiendo la punta de la aguja. Incluso esperamos  algún título o crédito que le diera sentido a esa introducción sonora. Poco a poco, empero, entendimos que aquel  piano indeciso era la propia voz del árbol  develando el paso de cada año en sus anillos. Se nos erizó la piel. 
     
     No diremos que la materia que volaba  a nuestros oídos era excepcional en términos  formales. Sin embargo, era lo suficientemente orgánica, poética, como para dejarla vivir y relajarnos.  La disposición de aquellas notas respondía a  órdenes que supusimos manipulados y metidos con calzador en la teoría  más occidental de la música. Pensamos en los  experimentos computarizados de Brian  Eno, en los muchos instrumentos que el hombre ha hecho para ser ejecutados por el viento o el correr del agua.  Tarde como era, investigamos más sobre el asunto. Se trataba de la obra Years, del artista conceptual Bartholomäus Traubeck. Claro, es alemán. (Tenía que serlo.) Nació en 1987, en Munich, y ahora estudia en Holanda, otro de los bastiones del  movimiento contemporáneo.  
     Su logro radica en intervenir tocadiscos usando un lector óptico de videojuegos para luego digitalizar la información  de anillos de troncos que, de acuerdo con su color, textura y surcos, activan  en tiempo real un programa generativo que  determina escalas y asigna notas previamente grabadas al piano. Es así que cada árbol suena distinto  (aunque se trate de la misma especie). “The  foundation for the music is certainly  found in the defined rule set of programming and hardware setup”, acepta su autor en una entrevista de hace  dos años. “But the data acquired from every tree interprets this rule set very  differently.” 
     Lo que  no dice es que, muy probablemente, su lector es capaz de interpretar de la misma forma cualquier  otra superficie y no exclusivamente ésta. Sea cierta o no nuestra suposición,  la suya es una ocurrencia comprometida y llevada al extremo, y el resultado  vale mucho la pena, lectora,  lector. Más allá de las  reflexiones que impulsa a propósito de nuestra relación con los árboles y la  naturaleza, y aunque haya  optado por el camino más  obvio (en lugar del piano pudo haber usado cualquier otro instrumento del  mundo), la música sugerida por el paso de los años en la madera es un agradable y profundo paisaje que puede abrazarnos con  su aliento. Ya no es el crujir ni el susurro del  aire entre las hojas, ya no la fauna oculta  en sus múltiples brazos. No es tampoco la savia ni las raíces gritando en el  pavimento carcelario. Ahora son sus edades, la invisible piel que se le va  quedando adentro y que hasta hoy era muda. 
     Cabe  decir, claro, que la obra de Traubeck es vasta y no  sólo se circunscribe a la relación entre el hombre y el bosque. Aunque en más de una ocasión  le ha prestado enseres a los elementos naturales (ejemplo es su pieza Dos hachas en el bosque), su exploración combina balanceadamente la  tecnología de punta con diferentes entornos orgánicos  y a éstos con la actividad cotidiana en las grandes urbes. Por lo pronto, su esfuerzo por darle voz a los que nos dan oxígeno nos parece  encomiable. Escuchándolo nuevamente no encontramos mejor final este domingo que  los versos de Octavio Paz en Árbol adentro: 
     “Amanece en la noche del cuerpo. 
       Allá  adentro, en mi frente, el árbol habla.  
     Acércate, ¿Lo oyes?” 
     Buen  domingo. Buena semana. Buenos  silencios.      
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