Opinión
Ver día anteriorSábado 5 de julio de 2014Ver día siguienteEdiciones anteriores
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Los quince de Shostakovich
H

ay ciclos musicales que todo buen melómano debe intentar escuchar en vivo por lo menos una vez en su vida: El clave bien temperado de Bach, las sinfonías de Mahler, las sonatas para piano de Beethoven, la Tetralogía de Wagner. Y entre ellos, uno de enorme importancia al que no suele darse la atención que sin duda merece.

Hace unos días, en cuatro sesiones musicales de altísimo nivel, el Cuarteto Jerusalén interpretó en el Teatro de Bellas Artes los quince cuartetos de cuerda de Dmitri Shostakovich, como insuperable conclusión de un muy buen ciclo de cuartetos propuesto por el INBA.

Cuatro conciertos cercanos a la perfección en los que surgieron numerosas riquezas, tantas que solo puedo anotar aquí fugazmente algunas cuya interpretación me pareció especialmente bien lograda; desglosar este singular ciclo en su integridad me tomaría páginas y páginas.

De inicio, el moderno neoclasicismo del No. 1, habitado por procedimientos tradicionales explorados bajo una nueva luz. Y ya desde el primero de la serie, el sarcasmo, el nervio tenso, la amargura, y los numerosos gestos sonoros análogos a los que definen el perfil de las sinfonías de Shostakovich.

El uso de los armónicos en el No. 2 para lograr una expresión semejante a un organum medieval, embriones de elementos que aparecerán más tarde en el No. 8, y unas páginas postreras en las que ya asoma la desolación.

Las pinceladas de música klezmer al principio del No. 6, que colorean toda la obra, y un movimiento conclusivo que es, en realidad, cuatro en uno. La astringente aspereza del Scherzo del No. 12, y la engañosa luminosidad de sus compases finales.

El inicio del No. 4, que suena como un hurdy-gurdy enloquecido, que da paso al que quizá es el cuarteto menos tormentoso y menos atormentado de los quince; y la melancolía profunda, total, de su segundo movimiento. Los contrastes extremos, la pujanza rítmica, los colores variados y el hábil manejo de la forma cíclica en el No. 8. La pulcra estructura general del No. 10, que es lo más cercano en todo el ciclo a una forma tradicional.

La asombrosa cadena de breves y muy bien eslabonados aforismos que conforman el No. 11, marcado también por múltiples estados de ánimo sutilmente calibrados. Más sombras de la música klezmer en el No. 3, que quizá es el cuarteto más sarcástico de todos y que no está exento, sin embargo, de una buena dosis de angustia y desolación.

La extraña armonía del No. 7, con sus contrastes expresivos entre lo rudo, lo lúdico y lo contemplativo. Los potentes efectos percusivos del No. 13, y su ánimo oscuro, opresivo y áspero. La curiosa y compleja ambigüedad armónica del No. 14, que conduce laberínticamente a un final inesperadamente cálido.

El espíritu afín a los cuartetos de Béla Bartók del No. 2, con el más expresivo recitativo de toda la serie, y su bizarro vals con tintes de music hall. El poderoso impulso motor del Allegretto del No. 9 con su uso reiterado del pie métrico del anapesto, favorito de Shostakovich, reflejado de manera compleja en el movimiento final.

Y como emotiva conclusión de este magnífico ciclo, la ininterrumpida cadena de seis adagios del No. 15, lóbregos, fúnebres, opresivos, cargados de potente y contenida emoción, tocados a oscuras con luces de atril por el Cuarteto Jerusalén y con la sabia virtud de darle tiempo al tiempo para permitir la cabal asimilación (y disfrute, sí, a pesar del dolor) de esta joya camerística del siglo XX.

Lo hasta aquí destacado, así como el resto de la música de estos quince cuartetos, fue interpretado por el Cuarteto Jerusalén con afinación impecable, una paleta de colores sorprendentemente variada y matizada, con un balance dinámico exquisito, con gran unanimidad en las texturas y una disciplina rítmica de relojería.

Y como suele ocurrir en el caso de grandes interpretaciones, todo ello fue complementado con una gran expresividad, lo que permitió el surgimiento constante de las emociones y estados de ánimo que el compositor ruso decantó en este ciclo que, beneficiado con una ejecución de este nivel, bien puede percibirse como una detallada y desgarradora autobiografía, en la que nada hay de auto-conmiseración, y sí mucho de una toma de posición estética profundamente humanista, expresada con medios musicales de una conmovedora emotividad. ¡Memorable ciclo!