Opinión
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Derrames de lo político
E

n la cultura política europea hay dos maneras de afirmar que el presente no tiene futuro. A quienes aguardan que la situación mejore, les requisa el horizonte. A quienes ostentan el pragmatismo de las soluciones, los contradice o simplemente los desmiente. La idea de que la única opción posible es el mal menor (Leibnitz palidecería) ha perdurado tanto tiempo, ya dos décadas, que empieza a despertar dudas. Y el no hay futuro, es decir, el presentismo, se ha transformado para una franja de empeños, impulsos y organizaciones críticas y alternativas en la conciencia de una época, cuya virtud se encuentra precisamente en la visión del presente como el único tiempo real para rearmar la relación entre la política y lo político.

La lectura de los resultados de las recientes elecciones europeas confirma, en el nivel de las filiaciones (o las preferencias, como se suele decir en el marketing electoral), lo que en el mundo de las percepciones ya era evidente desde la crisis de 2008: la agonía o el desgaste del paradigma socialdemócrata. Dos sucesos abonan argumentos a esta lectura: la inesperada renuncia de Alfredo Pérez Rubalcaba, el hombre más clave del PSOE, y la sorprendente recepción de la melancólica interpretación que Thomas Piketty propuso recientemente sobre la condición del Kapital a principios del siglo XXI.

Nadie como Rubalcaba convirtió al PSOE en un instrumento de la confiscación y el desmantelamiento de las políticas sociales que el propio PSOE edificó en los años 80. Pero el caso español no es el único. Lo mismo acontece en sus equivalentes en Francia, Inglaterra, Alemania, Austria y, en menor medida, en los países nórdicos. La escena socialdemócrata se encargó de legitimar, en nombre de la eficiencia y la sobrevivencia, lo que la derecha convirtió en su programa de restructuración europea: transformar los Estados nacionales en filiales del sistema financiero global. Y de paso adoptó (por ósmosis, sin mayor elaboración ni reflexión) la doctrina liberal como una visión del mundo. En esa escena, los antiguos partidos socialistas de los años 50 y 60 y sus figuras, los Willy Brandt, los Olof Palme, aparecen como una suerte de izquierda radical a la que hay que desdentar. Su legado lo ocupan el patetismo de Tony Blair, José Luis Rodríguez Zapatero o François Hollande.

La lectura que sugiere Piketty del capitalismo actual guarda un sesgo melancólico porque apunta a transformar sus ordenamientos básicos desde un lugar político que desapareció prácticamente desde los años 80: la intervención fiscal contra quienes hoy vuelven inconcebible (inoperable) cualquier forma de soberanía fiscal, las redes globales del capital. Es algo así como intentar transformar en vegetarianos a un león o un tiburón.

La pérdida de votos socialistas en las recientes elecciones europeas se escabulló en dos direcciones: unos emigraron hacia el centro-derecha y otros se sumaron (en España, Grecia, Italia, Alemania y Francia) al retorno de un antiguo y nuevo fantasma: la izquierda antisistémica (o, por lo pronto, al discurso anticapitalista de una nueva izquierda, lo cual habría sido inconcebible hace un par de años). Todavía lejos de ser relevantes, se trata (en la abigarrada geopolítica electoral europea) de un significativo número de votantes.

Esta radicalidad tiene su propia historia. En los últimos 10 años se han multiplicado a lo largo y ancho de la escena europea movimientos sociopolíticos, siempre situados en la frontera de la representación política, que se plantean respuestas ya no a demandas insatisfechas, sino preguntas que la sociedad política convencional no puede responder. Y la pregunta central es quién detiene la maquinaria de una sociedad en la que las únicas cifras que aumentan son el número de desempleados, el número de horas de trabajo de los empleados, las redes del crimen y el consumo de ansiolíticos y antidepresivos. Se trata de Indignados, Occupy Wall Street, el neoanarquismo griego, Green Now en Inglaterra, las movilizaciones estudiantiles en Francia, las rebeliones en los barrios de emigrantes de Brujas, Londres y París, etcétera. En la vieja mentalidad de la izquierda tradicional representan movimientos espontáneos que responden a situaciones circunstanciales sin proyección de permanencia política. Es una mentalidad que circunscribe lo político a una relación que se centra en el eje de la representación del Estado. Pero vistos con más detenimiento, su frecuencia, sus espacios de energía, su capacidad de convocatoria los transforman en auténticas señales de un síntoma que se repite: el empeño de politizar todas las esferas de la vida social sin perder la identidad de su singularidad. En su conjunto, reúnen una discontinuidad (con toda la salvedad de las proporciones) de las dimensiones del '68, sólo que tienen una ventaja frente a esa fecha: no cargan en sus espaldas con el shock de la experiencia soviética ni con el fetichismo del partido político. La mayoría de sus protagonistas nacieron después de 1989, y el siglo XX, que para la izquierda tradicional encierra un auténtico mal de archivo, para ellos es sólo parte del archivo. Lo evidente es que la política europea está volviendo a la escena de los contrarios. Digo contrarios en plural, para afirmar la noción de una multiplicidad que no es necesariamente la expresión circunstancial de una crisis de la sociedad de mercado, sino la afirmación de uno de sus derrames: ese flujo que escapa a cualquier codificación.