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Nuestras supersticiones políticas
S

uperstición es depositar nuestra fe en algo que no lo merece, en fantasmas o ilusiones. En ella se hunde la vida política contemporánea.

Estado, nación y democracia son tres palabras infaltables en el lenguaje político que construyen la superstición. En manos de los políticos, estos fantasmas inasibles sirven para manipular y controlar a la gente.

La nación es la palabra de aspecto más sagrado. Mucha gente está dispuesta a morir por la nación… y muchos, de hecho, han muerto por ella. Pero se trata de una vaga entidad abstracta que carece de toda realidad específica. Es imposible darle contenido concreto. Lo que hace un buen demagogo es construirle un perfil con el que la gente pueda identificarse para manipularla.

Organizar la adoración de ese fantasma tiene varios usos. Diputados y senadores, lo mismo que presidentes o primeros ministros, no están al servicio de quienes los eligen, sino de la nación, esa señora inhallable que no puede tener existencia concreta. Gracias a este truco, representantes y funcionarios quedan legalmente protegidos de quienes los eligen: sólo están obligados a rendir cuentas a la nación, es decir, a nadie. Toda la discusión sobre transparencia y rendición de cuentas forma parte de la engañifa: sirve para alimentar la ilusión.

En vez de elecciones democráticas tenemos hoy, en todas partes, un periódico circo bajo control, expuesto a toda suerte de manipulaciones y fraudes. En ningún país se ejerce un voto realmente libre, algo que ni siquiera puede definirse con claridad. Pero de poco serviría que tuviéramos esa libertad. No es posible dar un mandato a quienes elegimos. Se dice pomposamente que son nuestros mandatarios, que la gente les ordena hacer o no hacer determinadas cosas. Es mera ilusión. Las leyes que ellos mismos hacen los protegen en todo el mundo. No es posible obligarlos a cumplir ningún mandato que la gente les dé.

Se amplía continuamente el abismo entre lo que la gente exige y lo que sus gobiernos hacen. La gente puede pronunciarse masivamente contra reformas estructurales, políticas de austeridad o la monarquía. Puede salir a la calle, hacer bloqueos o recoger firmas. De nada servirá. Todos los gobernantes, de todos los poderes, en todos los países, están legalmente protegidos para no hacer caso a la gente. Y eso es lo que pasa cada vez más, en este régimen despótico que seguimos llamando democracia.

El Estado es quizá el caso extremo de una entidad fantasmal a la que se recurre continuamente. Se busca conquistar el Estado, por la vía de las armas o de las elecciones. Se trata de emplearlo para alcanzar fines políticos, para revoluciones o contrarevoluciones. Se intenta controlarlo o dominarlo, hacerlo expresión de una hegemonía. Pero no hay manera de darle realidad. Libros enteros se escriben sobre él, pero ninguna teoría del Estado logra aludir a algo real, tangible.

Cuando Luis XIV dijo: El Estado soy yo decía algo con sentido. Expresaba una realidad política en que gobierno, soberanía y todas las grandes palabras que se vinculan al estado se reunían en la voluntad de una persona, que encarnaba ciertas fuerzas políticas y económicas en una realidad social determinada. Esa condición pasó a la historia; con la cabeza de su nieto, Luis XVI, cayó la construcción que la sostenía. El moderno estado-nación aglutina dos fantasmas en el vacío.

Clemente Valdés acaba de publicar La simulación de la democracia (Ediciones Coyoacán). Hace buena compañía a La invención del Estado, que la misma editora publicó en 2010. Son dos obras de lectura obligada para quien se interese en la política de a pie, la de abajo, la de la gente, no la de los políticos. Valdés desmantela en ellas, con notable rigor, el castillo de ilusiones que encubren estas palabras, a las que la teoría y la práctica políticas atribuyen carácter sagrado y forman certidumbres y convicciones de mucha gente.

Hace bien en mostrarse alarmado el presidente del Instituto Nacional Electoral por el contenido de una encuesta reciente sobre las actitudes cívicas de los mexicanos.

Tanto él como todos los funcionarios y supuestos representantes deben alarmarse ante el hecho de que la mayoría de los mexicanos ya no confíen en ellos ni en las instituciones y ya no compartan las supersticiones dominantes. No es que sientan que sus representantes no los representan. Es que ya lo saben y empiezan a actuar en consecuencia. Hacen política: se ocupan del bien común, no de partidos, políticos o funcionarios. Y hacen democracia: logran que la gente intervenga efectivamente en las decisiones y asuntos que afectan su vida y que en sus cuerpos políticos, abajo, se mande obedeciendo. Ya dejaron de mirar hacia arriba.