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Mar de Historias

Señor con sombrero

C

onvencer no es fácil, y menos cuando se trata de una persona como Leonor. Es muy reservada. Piensa que sus cosas no pueden interesarle a nadie, ni siquiera a su familia y mucho menos a mí, aunque nos conocemos desde que llegó a trabajar al hospital y la veo como si fuera una de mis hermanas.

En once años de convivencia tuvimos muchas oportunidades para conversar. Leonor sabe toda mi vida, incluso mis intimidades; en cambio sé muy poco de la suya: sólo tiene un hermano mayor, quería ser doctora pero se tituló de enfermera, se casó muy joven, no tiene hijos pero vive un matrimonio feliz. A finales de abril me reveló algo más: iba a dejar el hospital.

II

Leonor renunció a su cargo a finales de mayo. Le hicimos una despedida al mediodía de un viernes. El doctor Rangel elogió sus cualidades, aseguró que iba a extrañarla. Yo también. Fue lo único que logré decir. De haber tenido más control sobre mis emociones le habría agradecido a Leonor lo mucho que me enseñó y su paciencia para oírme.

Después del brindis, Leonor insistió en hacer su turno completo. Me alegré. El mío también terminaba a las cuatro de la tarde, así que podríamos irnos juntas hasta el paradero de microbuses. En el momento de abrir la puerta que da a la recepción pasó junto a nosotras un hombre. Leonor retrocedió como si le hubieran dado un golpe en el pecho y siguió con la mirada al recién llegado. Le pregunté si lo conocía. No, pero es notable cuánto se parece a mi padre. También era bajito, algo jorobado y usaba sombrero de fieltro.

Cuando atravesamos el estacionamiento Leonor se detuvo y se volvió hacia el hospital. Deduje que seguía pensando en el hombre del sombrero y en su sorpresa al verlo. Le pregunté cuánto tiempo llevaba de muerto su padre. Veinte años. Aún lo extraño. Me duele que se haya ido pensando que le guardaba rencor. Durante un tiempo así fue pero luego empecé a entender su debilidad, a sentir lástima por su alcoholismo. No se lo dije. Eso me llena de culpa y me hace recordarlo con aquella expresión perdida, triste, que tenía la noche de mi boda.

III

Conozco a Leonor y sé que no es el tipo de personas que intercambia teléfonos con sus ex compañeras de trabajo para ir a tomar café un día de estos que por lo general se vuelve nunca. Tal vez no volveríamos a vernos. Lo lamentaba y para expresárselo le dije: Voy a extrañar nuestros chismorreos. Yo también, aunque hablo tan poco... Siempre fui así. Mi papá era igual. A lo mejor por ese parecido nos queríamos tanto. Pero al final, ya ves, lo hice sufrir. ¿Por haberte casado tan joven? ¡Claro que no! Su tono impaciente me disgustó: ¿Y cómo voy a saberlo si no me lo dices? ¿Para qué? Tú sabrás...

Vi un café de chinos y entré. Leonor me siguió hasta la mesa del fondo, aunque pude haber elegido otra porque el local estaba desierto. Al mismo tiempo pedimos un café. (La coincidencia nos causó risa.) Mientras nos los servían nos quedamos mirando la decoración: budas, flamencos, crisantemos de papel, espejos. Leonor se vio reflejada en uno y se cambió de lugar: “No me gusta verme. A veces siento feo, como la noche de mi boda.

Hubiera sido tan fácil decirle algo a mi padre o por lo menos oírlo. Pero no le presté atención y seguí poniéndome el tocado de azares sin imaginarme que mi actitud indiferente me llenaría de culpa por el resto de mi vida”.

Desconocí a Leonor: por primera vez hablaba sin que tuviera que sacarle las palabras con tirabuzón y también por vez primera la vi llorar. Atribuí el cambio a las emociones de ese día. A lo mejor el problema con tu padre no fue tan grave. Dime qué pasó. ¿De qué serviría? Por ejemplo: para que dejes de sufrir. Es que no sé cómo explicarte. A veces pienso que les he concedido demasiada importancia a cosas que tal vez no pasaron como las recuerdo. Cuéntamelas en desorden, como puedas. Piensa que si tú no lo dices, no habrá nadie más que lo haga. O ¿hubo algún testigo? Sólo estábamos él y yo.

IV

“¿Te dije que mi padre era alcohólico? Su necesidad de beber hacía cada vez más cortas sus temporadas de sobriedad. Entonces recobraba su inteligencia, los gestos amorosos, el interés por la vida. Esa recuperación era maravillosa pero tan frágil como una esfera de cristal. Podía romperse en cualquier momento a causa de una contrariedad, un disgusto, un pequeño fracaso, una noticia mala o buena.

“Todos pensamos que mi padre vería con agrado la noticia de mi matrimonio con Diego. Cuando se lo dije se mostró tan sorprendido que apenas tuvo aliento para felicitarme. Dijo que necesitaba dar unos pasitos: la expresión que oíamos siempre que iba a la cantina. Tuve miedo. Me aferré a su brazo suplicándole que no fuera a tomar, le recordé que los padres de Diego iban a pedir mi mano al día siguiente. Me dijo que estuviera tranquila. Prometió volver en cuanto estirara un poco las piernas.

“Mi padre no cumplió su palabra. La ebriedad le impidió estar presente en mi petición de mano. El tío Anselmo ocupó su lugar y aceptó que el matrimonio con Diego se realizara una semana después.

“Durante mis últimos días de soltera mi madre me ayudó en todos los preparativos. Cada día valoro más el esfuerzo que tuvo que hacer para mostrarse alegre y atenta a mis caprichos, pero siempre mirando hacia la puerta con ilusión de ver entrar a mi padre.

“¿Te he dicho que de toda la semana prefiero el miércoles? Es que me casé ese día a las siete de la noche. Toda nerviosa, empecé a arreglarme a las cinco de la tarde, cuando ya había perdido toda esperanza de que mi papá volviera a tiempo para llevarme a la iglesia. Me senté frente al tocador y cerré los ojos un momento. Al abrirlos vi a mi padre reflejado en el espejo.

“Turbio, abotagado, inseguro no se atrevía a decirme nada. Sólo me miraba como un animal que teme y espera. Pretendí no verlo, ignorar el temblor de sus manos, la sonrisa tímida que contrastaba con la expresión de sus ojos. La escena se prolongó unos minutos. En ese tiempo pude haberme vuelto hacia mi padre, abrazarlo o reprocharle su ausencia en momentos tan importantes para mí. No hice ninguna de esas cosas. Me quedé sentada, abrí el cajón de tocador y fingí buscar algo. Entonces él dio media vuelta y salió del cuarto sin hacer ruido. Dos horas después, con gran esfuerzo, me acompañó a la iglesia. Su olor a vino rancio y a loción se mezcló con el aroma de las flores.

Mi padre murió nueve años después de mi boda. A pesar de lo ocurrido mantuvimos el trato cariñoso y vivimos momentos muy felices. Sin embargo, cuando lo recuerdo no puedo recuperar sus facciones. Lo veo como en aquel espejo: turbio, abotagado, inseguro, triste. Muy triste.

No supe qué decir y a Leonor se le habían agotado las palabras. No quedaba más que despedirnos. Rumbo a mi casa pensé en el hombre del sombrero y en todo lo que había desatado con su fugaz aparición. Eso es algo que él jamás sabrá.