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Sin mirada histórica: la lenta tragedia mexicana
L

a nueva edición de la mayoría gobernante inventada a fines del siglo XX por Luis H. Álvarez, Carlos Castillo Peraza y Diego Fernández de Cevallos, orquestada con maestría por el presidente Salinas y usufructuada con singular arrogancia y alegría juvenil por Zedillo, encuentra ahora nuevo cauce. Al desprecio por el debate y el razonamiento del que hicieran gala panistas y priístas por igual al despegar la fase final de la reforma energética, sigue ahora el carnaval de desplantes y bravatas que, también por igual, protagonizan sus diputados y senadores frente a una izquierda sometida a sus propias, viejas y muy viejas, tribulaciones. Lo que queda es una cacofonía del ridículo.

Nada será igual a partir de estos días en que se da por muerto y enterrado el pacto que tanto entusiasmo despertó hace poco más de un año y que llevó a hablar de una etapa distinta para una democracia que no sólo sufre del alejamiento ciudadano, indiscutible mal global que afecta a tantos y tantas por el mundo, sino también de profundas llagas sociales que los gobiernos autoritarios nunca en realidad osaron combatir. Del desarrollo compartido intentado por los dos penúltimos gobiernos priístas del siglo XX se pasó sin solución formal de continuidad al cambio estructural globalizador y el desmantelamiento estatal, acometido con singular entusiasmo y sentido de pertenencia por el último gobernate emanado del PRI en el siglo XX. Con él, no solamente se mantuvo el ritmo de las reformas de mercado desplegadas por su antecesor, sino que se profundizó en la poda del aparato del Estado, se despojó al país de un sistema de pagos propiamente nacional y se entregó el poder sin chistar proponiendo tal entrega como la joya de la corona modernizadora que en realidad no fue otra cosa que una americanización apresurada de formas y fondos de poder y cultura sin que pudiera gozarse de los mínimos de seguridad y bienestar que todavía ofrecía el hoy tan vapuleado país indispensable, como lo llamó el presidente Clinton.

El PAN preparó su arribo a la Presidencia sin al parecer tomársela demasiado en serio. Atributo de la transición mexicana fue la carencia de sentido histórico y de futuro de los grupos gobernantes, para quienes el cambio llegó a verse como el acceso al enriquecimiento lícito y no de los suyos y los más próximos. País desgarrado por la violencia criminal articulada por el más global de los negocios subterráneos, México se ofrece al mundo como tierra prometida, cuerno de la abundancia energética, fuente de toda suerte de riquezas así como nación estable, que resiste embate tras embate de una globalización hostil y nada generosa con quienes se inclinan sin meditación alguna ante sus promesas siempre pospuestas. Lo que hemos dejado es una emigración tumultuosa que con mucho sufrimiento y valor busca acomodo en la tierra de los libres que no han podido dejar atrás la cuota de su racismo original.

La reforma fiscal pudo haber sido el inicio de un nuevo ciclo, pero no ha ocurrido así y la reacción de furia empresarial, coreada por todo tipo de gestores y gesticuladores, arrinconó al gobierno y sus aliados hasta prometer enmienda y no pecar más, por lo menos hasta que su gestión administrativa concluya. La energética no puede ofrecerse como sucedánea de la primera y en realidad sólo puede traer con ella algunos de sus beneficios si se da en un contexto de rehabilitación del Estado que obligadamente pasa por la de su situación financiera. Así, lo que México ha empezado a recorrer es una peligrosa ruta de estancamiento relativo pero histórico, con unas estructuras sociales y productivas paralizadas y una política vuelta rutina por unos políticos miopes y acomodaticios que carecen de vigor y valor, y sólo se mueven cuando la voz del amo resuena.

Poner las cosas en orden tiene que implicar en primer término recuperar un mínimo orden en el pensar y el discurrir; una operación preliminar y poco retribuida en estos tiempos de demasidada prisa y poca o nula paciencia para el ejercicio de la razón. Quizás en eso pensaba don Alfonso Reyes cuando pedía el latín para las izquierdas. No hay que ser tan exigentes: con un poco de español podría bastarnos para empezar a dejar atrás tanta desolación. Pero no será con alharacas y ruido, encono y reclamo sin término como se hará. El discurso que requerimos es de otra estirpe y no puede reclamarse como atributo exclusivo de una posición particular. Es el país todo, en su conjunto y perspectiva histórica, lo que se ha puesto en juego.