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Académico renombrado y espía doble
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as memorias del eminente historiador Anthony Blunt (1907-1983) estuvieron en poder de su albacea Geoge Golding, por 25 años. Por determinación de este connotado especialista en cubismo se publicaron hasta 2009 y George Steiner pudo abrevar en ellas desde poco antes de que salieran a la luz, la publicación resultó quizá demasiado editada. Blunt había sido despojado de su condición de sir y de otras condecoraciones, medallas y distinciones concedidas por la reina Isabel II, sucesora de Jorge V.

Sir Anthony, erudito historiador y critico de arte se desempeñó nada menos que como curador de las colecciones reales desde su nominación extendida por Jorge V, ese rey que padecía problemas de tartamudez, que son conocidas por el grueso del público sobre todo a través de la película El discurso del rey, con Colin Firth como excelente protagonista. A la reina Isabel II, amiga y admiradora de Blunt, le tocó destituirlo de ese y de otros cargos oficiales. El siguió trabajando en sus proyectos histórico-artísticos con absoluta dedicación. Muchos lo conocemos por sus obras, pero mis alumnos ignoraban su condición de espía y a ellos dedico esta nota con motivo del Día del Maestro.

Anthony Blunt desde luego sufrió y lamentó lo que podría denominarse su demeritazgo, pero todavía más padeció cuando tuvo que hacer pública su confesión en voz y en imagen a través de la BBC a partir de que la primera ministra Margaret Thatcher, pese a la condición de Inmunity for Prosecution de la que Blunt gozó hasta entonces, declaró su condición de espía pro soviético ante la Cámara de los Comunes en noviembre de 1979. En ese momento fue simultáneamente expulsado como miembro honorario de su adorado Trinity College, todo esto y más soportó con decoro y con una elegancia calificada de un poco fría, pero esa conducta que indicaba seguridad en sí mismo y de modo simultáneo control absoluto de sus reacciones equivalente a arrogancia, se vino abajo cuando las cámaras televisivas lo abordaron en horario estelar, como traidor, días después de la denuncia de Thatcher. Quienes lo vieron en pantalla afirman que rompió en lágrimas; tenía 72 años.

Antes de la publicación de sus memorias los historiadores o aspirantes a historiar lo conocíamos como autor del mejor trabajo tipo catálogo crítico sobre Poussin, por sus escritos sobre arquitectura francesa (era connotado experto), por su curiosísimo y acucioso estudio monográfico sobre Borromini y también porque se sabía que impartió unas conferencias sobre el Guernica de Picasso en 1966. Vio Guernica en el pabellón español de 1937 en París y en ese momento pareció no entender la obra, publicó su reseña en The Spectator pero su estudio de la Guerra Civil le hizo afinar y cambiar idea. George Steiner, en el New Yorker, anota además que vio con sumo interés reproducciones fotográficas de los trabajos de los maestros mexicanos Diego Rivera y Clemente Orozco. Con eso y con lo de Picasso basta y sobra entre nosotros y posiblemente entre no pocas personas de otras latitudes para suscitar admiración. Su condición de espía doble provoca incomodidad, es cierto, pero igual fuertes dosis de apasionado interés. Digo espía doble, porque como perteneciente a la agencia de inteligencia británica M15, transmitió material a la KGB soviética ayudando mediante información secreta a planificar las políticas acerca de los países liberados del nacionalsocialismo en la Europa del Este. Después hizo lo contrario, a cambio de un trato de inmunidad pasó información a la MT y además ayudó a que otros compañeros ex espías soviéticos se trasladaran a Moscú, casi de un día a otro so pena de ser procesados.

Desde muy joven fue marxista y además comunista antes de convertirse en el cuarto hombre integrante de una red de espionaje soviético infiltrada en la Universidad de Cambridge. Pero había muchos otros personajes de gran calibre que eran marxistas y simpatizantes de la Revolución Rusa, entre ellos el reconocidísimo economista J.M. Keynes, del grupo de Bloomsbury; Bertrand Russell; el escritor H.M. Forster; Eric Hobsbawm, y Ludwig Wittgenstein. Ninguno de ellos fue espía, pero en algún momento, antes de que se hiciera público el conocimiento del Gulag, fueron simpatizantes soviéticos. No enumero a quienes se manifestaron como admiradores de Blunt en el terreno de la historia del arte porque son pléyade, entre otros el director de la Tate Britain y Tate Modern, Nicholas Serota, así como uno de los mayores teóricos del manierismo: John Shearman.

¿Por qué dedicar una somera nota al caso de Anthony Blunt?, porque quizá haya vinculación caracterológica entre la índole ascética, poco emotiva de sus muy concretas investigaciones sobre temas de historia del arte y su proclividad a manejarse como espía y más aún porque necesitamos otro ensayo mayormente actualizado que el que nos proporcionó George Stener, accesible en español mediante la Editorial Siruela en un libro que reproduce varios trabajos suyos, los dos mejores a mi juicio versan sobre Borges y Samuel Beckett.