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Ver el mar. Notas de trabajo de campo
U

na de las estrategias que suele utilizarse en el trabajo de campo antropológico es la de pasar por la tienda del pueblo a tomar un refresco y conversar con el tendero, que está aburrido, tiene tiempo y comparte buena información sobre sus vecinos y clientes. En este caso me interesaba saber quién era el dueño de una casa rodante con placas de California que estaba estacionada cerca del lugar; podía ser de un migrante retirado y me parecía interesante entrevistarlo.

Resulta que la mentada traila, como suelen llamar los migrantes a estas casas, estaba en venta y estacionada frente a la casa de un comerciante de autos usados, entre ellos varios de los llamados chocolates, que traen los migrantes para legalizarlos y venderlos.

La conversación cambió de rumbo y resulta que la dueña de la tienda en realidad trabajaba en el garaje de la casa de su hermana, que se lo había prestado para ayudarla con el negocio. Al preguntarle sobre migrantes del pueblo, me informó que ella tenía familia y conocidos en el norte, pero que nunca había ido a Estados Unidos. No obstante, ese había sido uno de sus sueños.

En realidad siempre había soñado con cumplir tres objetivos en su vida: visitar Estados Unidos, del cual tantas maravillas había oído hablar; tener un cuartito independiente con un baño y una cocineta donde poder vivir sola, lejos de la casa paterna, y finalmente, ver el mar.

Según ella, sus dos primeros sueños ya casi estaban descartados, sólo tenía posibilidades de hacer realidad el tercero. Ir a Estados Unidos era una fantasía difícil de realizar, tenía contactos en el otro lado, pero no podía abandonar la tienda ni un solo día, de eso vivía y apenas le daba para sobrevivir. La competencia con otros establecimientos similares era feroz y sólo salía a flote porque no pagaba renta por el local. Además, según ella, ya estaba vieja para este tipo de aventuras.

La idea del cuartito era un sueño macerado a lo largo de décadas; quería escapar a toda costa de la casa paterna y no lo logró. Según dijo, su padre era un machista consumado; una opinión que no suelen decir abiertamente las mujeres de los Altos de Jalisco, pero que es una verdad irrefutable. De ahí aquel dicho terrible de que la mujer es como la escopeta: detrás de la puerta y bien cargada.

Su padre se encargó de hacerle la vida imposible desde los 12 años, cuando tuvo que salir a trabajar y luego, al llegar a la casa, encargarse de los hermanos y ayudar a su madre. Desde chica aprendió a trabajar en el comercio y esa ha sido su única experiencia laboral, primero como ayudante en otras tiendas y finalmente con su propio negocio.

Una de sus hermanas fracasó, como suele decirse en Jalisco, y quedó embarazada. Desde esa fecha quedó recluida y estigmatizada al interior de la casa. Curiosamente, el rey del hogar es el nieto, que resultó ser varón y es la fascinación y la compañía permanente del abuelo.

En cambio, todas las mujeres de la casa quedan en tercer plano: la esposa abnegada y reprimida desde tiempos inmemoriales; la hermana, que tiene que cargar con su vergüenza y su pecado, y ella, la rebelde, que se refugia en la tienda y logra escapar temporalmente de la casa.

De hecho, intentó escapar de manera definitiva, pero no lo logró. Otro de sus sueños era tener un hijo, pero el reloj biológico se encargó de eliminarlo de la lista. Pero cuando todavía tenía esa oportunidad, lo intentó de manera consciente y planeada: en la tienda conoció a un señor divorciado que había regresado del norte y se hicieron amigos; acordaron vivir juntos y tener un hijo, pero que ella se haría totalmente responsable de la criatura en caso de que no prosperara la relación.

Llegó el día señalado y se fue de la casa, estuvo una semana escondida hasta que un día vio llegar a la puerta a su padre y a su hermano. Atrás, maltrecho y golpeado, caminaba el señor que la había acogido y comprendido.

El retorno a la casa paterna fue un infierno; nuevamente el trabajo y la tienda fueron su salvación temporal. Años después, se le ocurrió invitar a su madre a una peregrinación a la Villa de Guadalupe, en el Distrito Federal. La parroquia organizaba todos los años el paseo y sólo se requería algo de dinero para hacer el viaje. Con sus ahorros logró pagar la cuota y le informaron al jefe de familia con anticipación que se irían de viaje con el grupo de peregrinos. El día anterior a la salida, el padre armó un escándalo y se fue de la casa argumentando que lo habían abandonado y que no querían cuidarlo. Total, se canceló el viaje y se perdió el dinero.

Queda pendiente un último objetivo en su vida: ver el mar. Me contó que todos los años se organizan viajes, donde se visitan diversos santuarios, como el de la Virgen de Zapopan y la de Talpa, y luego finalmente terminan en la costa y pasan unos días en el balneario popular de Guayabitos. Pero no que quiere ir en grupo, quiere ir sola y disfrutar en paz su sueño.

Un sueño tan fácil de realizar como tomar un camión a Guadalajara y en la misma central camionera tomar otro a Vallarta.

Al mismo tiempo, una decisión tan difícil y complicada como romper con todo un historial de dominación, control y sujeción paterna.

Una faceta más de la tradicional familia patriarcal mexicana.