Opinión
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Salón del Libro de París
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undado en 1981, bajo la presidencia de François Mitterrand, el Salón del Libro de París se ha convertido, con sus 34 años de existencia, en una institución: sería difícil desaparecerlo sin causar un escándalo que podría hacer tambalearse al mismo gobierno. Acontecimiento ritual. Referencia al inicio de la primavera, como otra institución, la Fiesta de la Música (creada en 1982), es referencia del comienzo de verano. Salón del Libro y Fiesta de la Música han inspirado a numerosos países. La diferencia entre estos dos actos: el Salón del Libro no propone una invitación a escribir y editar a todo mundo, mientras la Fiesta de la Música invita a los aficionados a salir a la calle y expresarse con cualquier instrumento, incluso a martillazos sobre láminas –cada quien su gusto y su resistencia a los decibeles.

Después de la Feria del Libro de Frankfurt (creada a raíz de la invención de la imprenta por Gutenberg hace 500 años), el salón de París es el acontecimiento editorial más importante de Europa. En el gigantismo de Frankfurt y otras ferias, las cifras importan más que los libros, y los autores se vuelven mercancías en venta, intercambiables –con la compra de editoriales por grandes grupos industriales de la edición– en forma masiva sin siquiera dar oportunidad al escritor de dar su opinión, ya no se diga negarse a formar parte de un grupo con cuya ideología o política pudiera estar en desacuerdo. Los autores son objetos manipulados por editores y, sobre todo, ahora, por los agentes literarios que negocian y reinan en Frankfurt. El salón de París, cierto, padece ya de la tendencia al gigantismo y la preponderancia de las cifras: 198 mil visitantes en los cuatro días de este XXXIV salón 2014, mil 200 expositores, editores provenientes del mundo entero, 3 mil 500 autores presentes para dedicar sus obras, 500 conferencias, 50 países participantes. Sin embargo, a pesar de estas cifras aplastantes (incluso la que señala las dedicatorias de 3 mil 500 autores, como si pudiese haber tanto verdadero creador), no reinan sólo los editores y los agentes no imponen aún su ley: los escritores poseen todavía una existencia real en tanto personas y no sólo como productos o mercancías.

El público no es sólo el de los profesionales del negocio, críticos, periodistas, escuelas transportadas en grupos, empedernidos de los salones, sean de agricultura, de la aviación o del golf. Se trata de un público de lectores, de aficionados a la literatura, de personas curiosas que buscan, y a veces encuentran, libros que los apasionan, autores a quienes rendirán culto.

El Salón del Libro de París atrae también a personas inmunes al vicio de la lectura, vacunadas contra cualquier devaneo literario. La curiosidad que despierta un escritor es superior a la de un pintor o un músico. El enigma de la escritura cosquillea las imaginaciones: ¿cómo se pasa de saber leer y escribir a la escritura de una novela, un cuento, un poema? Sin suscitar el culto de cantantes o actores, cuyos fanáticos persiguen sin importarles el riesgo de morir aplastados… o aplastar a su ídolo, el escritor habla a la imaginación y a las fantasías más secretas de sus lectores.

Invitado de honor a este Salón del Libro, Argentina rindió homenaje a Julio Cortázar. Las paredes de su pabellón fueron cubiertas con fotos del gran Cronopio a lo largo de su vida. Particularmente conmovedoras ésas donde aparece con Ugné Karvelis y su hijo, el niño que inspiró El libro de Manuel. Las bolsas en tela del salón, dadas a los compradores, lucían la efigie de Cortázar, cuyo centenario se celebra este año –como el de Efraín Huerta, José Revueltas y Octavio Paz. Desde luego se recordó a Jorge Luis Borges, cuyo olvido es imposible, a Ernesto Sabato y, de paso, a Witold Gombrowicz.

América Latina parece volver a ocupar un lugar primordial en el mundo literario francés pues el invitado de 2015 será Brasil, después de los éxitos de México, hace unos años, y ahora de Argentina.