Opinión
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Aquel 29 de marzo
A

quellos espesos días siguientes a la muerte de Luis Donaldo Colosio fueron de graves riesgos para la estabilidad nacional; afloraron conatos de oportunismo político que promovían a su propio candidato, incluidos ex presidentes, lo demás no importaba.

Notable fue el empuje de Augusto Gómez Villanueva y de Amador Rodríguez Lozano, éste a la sazón secretario de organización del Partido Revolucionario Institucional (PRI). Ambos apoyaban al presidente de su partido, Fernando Ortiz Arana. Eran días en que todo mundo prendía veladoras a su santo.

El propio Fidel Velázquez, al principio del drama, claramente expresó a Carlos Salinas mismo la simpatía de la Confederación de Trabajadores de México por el doctor Pedro Aspe. Jornadas de grandísimas fugas de capitales. Más de mil millones de dólares diarios. Días de miedo, de ira, de pasmo, de frustraciones y explícita miseria humana.

En este México de instituciones tan débiles y en ese delicado momento, todo estuvo a cargo del presidente Salinas. Eran inconfiables el PRI y el propio Congreso de la Unión. De él dependió evitar un caos que hubiera sido desastroso para la nación, salvando los formidables obstáculos que se presentaron. Brotaron sin recato sucias ambiciones para sustituir al fallecido candidato. Salinas sintetiza: La ofensiva política para apoderarse de la postulación no había esperado ni al entierro ( México, un paso difícil a la modernidad. Plaza Janes, páginas 888 y 889).

La noche del 28 de marzo citaron a los gobernadores estatales a presentarse en Los Pinos a las 9 horas del día siguiente. Yo había sido electo el día 20 en Morelos. El gobernador Antonio Riva Palacio no fue citado. Conforme llegaban los convocados se les enviaba a varias salas de las que rodean el vestíbulo de la residencia presidencial.

No se conversaba. Sin saber exactamente a qué se había convocado, todos lo teníamos en mente: algo relacionado con la muerte del candidato y seguramente mucho más. Una espera que terminó cuando varios ayudantes invitaron a pasar al despacho presidencial.

Los que entramos primero encontramos frente a la puerta a don Fidel Velázquez en una silla de ruedas. Junto a él, el presidente Salinas. Vestía de negro y su cara delataba una profunda pesadumbre. Demacrado, parecía más delgado de lo que era. Sus ojos lastimosamente enrojecidos.

Después de un saludo explicó que el motivo de la reunión era discutir la sustitución del candidato extinto. Hubo algún momento de murmullos en el grupo, todos sin ningún significado específico. Alzando la voz, el gobernador de Sonora, Manlio Fabio Beltrones, dijo: Que hable un sonorense, y avanzando hacia un aparato de televisión y un reproductor, insertó un casete. Se dijo que éste había llegado a manos de José Carreño, jefe de prensa.

En la imagen apareció Colosio en el momento en que con palabras del mayor elogio anunciaba el nombramiento del doctor Ernesto Zedillo como coordinador de su campaña. Las palabras eran una viva expresión de su respeto y confianza en él. Todo había sido planeado por el presidente y Manlio un día antes.

En cuanto terminó la exposición del video, el gobernador de Hidalgo, Jesús Murillo Karam, en voz alta propuso: Que se someta a votación. Siguió un silencio pasmoso, impresionante. Con su voz baja, la sabiduría de don Fidel salvó el momento susurrando: Señor presidente: Ya hemos oído hablar a nuestro candidato, seamos consecuentes.

Ambas intervenciones produjeron un momento de aturdimiento que el presidente aprovechó para señalar que un autobús esperaba a los gobernadores para conducirlos a la sede del PRI. Entró el general Arturo Cardona, jefe del Estado Mayor, e indicó en dónde se encontraría el autobús y rogó a los gobernadores que entregaran sus teléfonos celulares al oficial que los acompañaría.

A mí en lo personal el acto como tal no me causó mayor impacto. En esos salones había yo presenciado tantos trances de gobierno de enorme trascendencia, tantos testimonios de triunfalismo, tensiones, discusiones conflictivas y frustraciones que me pareció, ingenuamente, sólo uno más. Lo que advertí fue que México cambiaba de carril.

Desarmados, secuestrados y sumidos en el desconcierto, pero disciplinados, hundidos en cavilaciones sobre su propia suerte, los gobernadores abandonamos el despacho en silencio y abordamos el vehículo para trasladarnos a la sede indicada. Íbamos sumidos en silenciosas especulaciones. Nadie alteró el mutismo.

Llegados a nuestro destino fuimos conducidos al salón llamado Presidentes. Una larga sala con una gran mesa y los muros proveídos con los retratos de los ex presidentes del partido. Larga, muy larga espera. Se escuchaban voces en la sala adjunta, pero nada era inteligible.

En algún momento se abrió la puerta y apareció el doctor Zedillo, seguido del presidente del PRI, Fernando Ortiz Arana. Vestía de negro. Estaba demudado. Los ojos vivamente enrojecidos. Ortiz Arana después de una vaga introducción informó que el partido se había inclinado por la candidatura de Zedillo y procedió a tomarle la protesta acostumbrada.

Con trémula voz, el nuevo candidato pronunció el ritual sí protesto y procedió a dar un discurso en el que obviamente elogió al candidato muerto y, estremecido, repitió casi gritando y más veces de lo necesario la frase ¡Por Colosio! Todo en el mundo se haría ¡por Colosio!

Así comenzó otra etapa de la vida de este inexplicable país. Al romperse el espejismo Colosio, empezó la sana distancia de Zedillo. Distancia que sería con la propia nación, con su historia, sus convicciones e intereses íntimos, con su proyecto, con su fraternal heredad. El drama hizo cambiar el destino del país: nadie sabe, permanecerá el misterio, de qué tanto fue para bien y qué tanto fue para mal.