Opinión
Ver día anteriorDomingo 2 de marzo de 2014Ver día siguienteEdiciones anteriores
Servicio Sindicado RSS
Dixio
 
Apuntalada por títulos, un coro y un mariachi
L

evanté la vista y al verme con luz ante el espejo sobre el lavabo en silencio exclamé ¡Soy una mujer deshabitada! Volví a la cama, de nuevo a oscuras, tan asustada por la revelación de que había sido no sé qué tan feliz receptora o más bien me temo que otra vez víctima infeliz, que dispuse dedicar el resto del insomnio a reflexionar sobre la exclamación con la que me había cargado o la que simplemente me acababa de regalar el inconsciente, divino tesoro o incómoda investidura involuntaria.

En esta ocasión, no me encontraba en El libro del desasosiego, en el que Fernando Pessoa abriga tormenta tras tormenta, porque me parecía que mis tormentos, todos y cada uno de ellos, de más cotidianos a más abstractos, todos aterradores por igual, se habían sosegado, quedaban como a la distancia, o por alguna razón les había llegado la calma y aún su huella había dejado de dolerme, aun cuando no fuera más que de forma momentánea. Tampoco iba en busca del tiempo perdido, anclada como estaba en el Balcón vacío de María Luisa Elío y Jomí García Ascot, absorta hoy en la contemplación de la mujer que fui, la mujer presente exiliada de la mujer pasada. Entonces se abrió paso entre la bruma de la noche fría el poema Nowhere Man, ese hombre de ninguna parte al que John Lennon reclama no advertir que se pierde del mundo a sus pies, sin opinión como existe, sin saber hacia dónde tomar, el ciego que sólo ve lo que quiere ver, que tal vez ni siquiera a sí mismo llega a verse nunca, ese hombre al que el poeta sugiere esperar sin prisa a que otro le eche la mano amiga. Sin haber visto en escena El hombre deshabitado recordé el título de Rafael Alberti y en la enciclopedia leí que trataba del enfrentamiento del autor y su criatura en un argumento que incluía asesinatos dentro de no sé qué drama familiar que, en todo caso, no me daba la impresión de que fuera el mío. Fue cuando se me presentó la imagen de Juan García Ponce vestido de negro, colocado en su silla de ruedas, en su inmovilidad abrazado a sí mismo, insistiendo hasta el final, cada vez menos inteligiblemente, su preferencia decidida por El hombre sin atributos o El hombre sin cualidades, esa novela inacabada de Robert Musil, tan ilegible para mí pero que tanto le decía a García Ponce, la existencia de un hombre que dedica un año de su vida para saber qué hacer con ella, respuesta que el autor no alcanza a escribir y que por lo tanto el lector no llega a conocer nunca. Luego convoqué de Samuel Butler el título Erehwon, anagrama de nowhere o ninguna parte, esa sátira en la que, según leo, el protagonista huye de su agobiada vida para encontrar una utopía del otro lado de las montañas, donde enfermar o estar triste antes de los 70 años es delito porque ser sano y feliz es responsabilidad de uno mismo. Erehwon o ninguna parte, título que para mí contenía más que el contenido de la novela que albergaba. Aún no amanecía cuando hice memoria del legendario Libro vacío de Josefina Vicens, que me proyecto leer cuanto antes, sobre todo después de conocer la reseña de Jorge Pech Casanova, en la que me entero del argumento que finalmente parece acertar a explicarme la revelación que ante el espejo me hizo exclamar ¡Soy una mujer deshabitada! En términos de Pech Casanova, el Libro vacío es un soliloquio de un personaje gris que, provisto de dos libretas, apunta en una de ellas recuerdos y opiniones. Espera que al pasar en limpio sus anotaciones en la otra libreta completará una obra importante. Llena el primer cuaderno, pero nada consigue trasladar al segundo. Es un hombre carente de casi todo –excepto de ambiciones literarias–, que descubre que todo proyecto artístico es una condena a la indeterminación.

Estaba por cerrar los ojos y tratar de recuperar el sueño cuando me di cuenta, sin embargo, de que la evocación de títulos a la que me había movido haber exclamado ¡Soy una mujer deshabitada!, no me explicaba lo suficiente semejante revelación. El desasosiego que irrumpió en mí la noche ante el espejo me habría fulminado de no haber sido por el Ave María de Schubert que empecé a oír en silencio sobre la almohada, debajo de las cobijas, en la voz de Jeezy Norman que, con Las golondrinas de Nat King Cole y su mariachi, acompañaron el vuelo de mamá del otro lado de las montañas, despedida final, definitiva, que fue lo que me deshabitó.