Opinión
Ver día anteriorSábado 1º de marzo de 2014Ver día siguienteEdiciones anteriores
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La nación latente
¿Q

ué conclusiones se pueden extraer de las movilizaciones que ha emprendido, desde el año pasado, una franja de organizaciones sociales, civiles y políticas en contra de la ley que pone a disposición del capital extranjero todo el orden de la producción y la comercialización de los recursos energéticos del país?

Vista desde la perspectiva de la manifestación del 1º de diciembre, que reunió a cientos de miles en el Zócalo capitalino, las expectativas para hacer frente a la reforma de Enrique Peña Nieto parecían tan considerables como las que habían acompañado al mismo empeño en 2007, cuando esa parte de la ciudadanía tan fiel al antiguo sentimiento nacional logró detener (o al menos contener) la iniciativa que Felipe Calderón Hinojosa finalmente no pudo pasar por el Congreso.

En los días siguientes ocurrió el infarto que sufrió Andrés Manuel López Obrador. En la misma semana de diciembre, la impresión de un movimiento que reunía la fuerza para contener la predecible alianza entre el Partido Revolucionario Institucional (PRI) y el Partido Acción Nacional (PAN) en el Senado se fue disipando. Todo el valioso esfuerzo de miles y miles de militantes por congregar esa fuerza dejó por lo pronto un prolegómeno elemental: el de una resistencia que apenas comienza.

Y sin embargo, cabe preguntarse por la ley de la calle de toda convocatoria social: ¿por qué acude o no acude la gente?

Tres preguntas-impresiones al paso.

1) La fragmentación de lo social y lo político. Durante los meses que precedieron a la manifestación del 1º de diciembre, dos afanes distintos se encontraron en la calles de la ciudad de México: las movilizaciones de la CNTE contra la reforma educativa y las que agrupo el intento de resistir a la ley de energéticos. Por más distintas que fueran sus demandas, las dos se inspiraban en un esfuerzo común: vindicar la responsabilidad social y nacional del Estado. Todos los intentos por vincularlas resultaron infructuosos. Es un síntoma que se repite cada vez más: los movimientos sociales simplemente desconfían de la lógica centrada en la afirmación de espacios electorales. Y viceversa, la lógica del mundo electoral es cada día más impermeable a las demandas elementales las acciones sociales.

2)¿Qué fue del nacionalismo de Estado?. La gran ausente de las jornadas fue la antigua fuerza de convocatoria de esa narrativa que durante décadas encontró en la ecuación entre el Estado y la nación su cuerpo orgánico: el nacionalismo revolucionario. ¿Dónde se extravió ese orden simbólico y ritual que siempre representó el gran dique contra la desnacionalización del petróleo (y los otros energéticos)? Nada han afectado más los procesos de globalización que a la fórmula que fijo el centro de toda las historia política del siglo XX: el matrimonio entre el Estado y la nación, el Estado-nación. La separación entre el poder y la política, la diseminación global de las narrativas de la identidad, la privatización del orden público, la absorción de los símbolos nacionales por las marcas del mercado han retraído el sentimiento nacional a las profundidades de las vidas moleculares de la sociedad. La distancia entre las narrativas del nacionalismo de los años 70 y la experiencia cotidiana de la generación de jóvenes que nació en los años 90 se ha vuelto abismal. Una movilización destinada no a cambiar el estatuto ecológico, cultural, social y cotidiano sino a pedir confianza para reencausar el Estado les resulta prácticamente incomprensible.

3) La nación como condición de posibilidad. La nación entendida como una suma de órdenes que desembocan en el Estado es un asunto del pasado. No así el cúmulo de lazos, afecciones e identidades que convergen en la emergencia de un imaginario nuevo que apunta de alguna manera en la dirección opuesta: la nación entendida como condición de posibilidad, la nación de abajo, la horizontal, la que liga a las familias, a la memoria y a la comunidad que viene. Es esa comunidad real que se presenta como un expectativa cotidiana que ya no encuentra expresión en las esferas de un Estado –sea quien sea que lo represente- que parece más un intruso que un centro de producción de identidad: la nación-comunidad.