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De la Montaña Mágica a los trópicos, el clima es diferente
E

l presidente Peña Nieto está en su derecho de presumir sus victorias legislativas y, también, buscar conmover a los hombres de las nieves e inducirlos a invertir en México. Así ha sido y será, bajo la protección de Thomas Mann o la de Buda o Confucio en su momento. A lo que no tiene derecho, y menos como presidente, es a creerse el barullo que a su paso arman los loros de siempre, que entran en trance cuando oyen hablar de globalización, y en éxtasis cuando les hablan de convergencia como futuro ineluctable. De aceptar tales prácticas, no digamos de fomentarlas, Peña Nieto estaría incurriendo en imprudencia y pondría a su investidura en la misma liza de los patinadores de hielo.

Los gobernantes no tienen por qué saber economía política. Incluso, hay quienes dicen que lo mejor es que no sepan, o sepan poco, de esta abstrusa disciplina que fue bautizada como la ciencia lúgubre en el siglo XIX, por su inclinación a hacer eco de las profecías del monje Malthus. Lo que se requiere, dicen, es una buena e inflexible vicepresidencia económica que ponga orden a la exaltación de políticos y burócratas, y tenga la autoridad suficiente para decirle no al mandatario, cuando se exceda en materia de prebendas o legados.

Dicen que así ocurrió en los primeros años del siglo, cuando llegó a la Presidencia un vendedor de refrescos y quimeras que dejó en la estacada a fieles y logreros, salvo tal vez a quienes tomaron en serio aquello de que su gobierno era de empresarios para empresarios. El que no lo era se improvisó cuanto antes y aprendió en curso intensivo los secretos de palacio, en especial los que llevan a volver fácil lo que es difícil y abrirse camino en permisos, concesiones y contratos. ¡Vivir la leyenda negra del priato tardío, que el PAN y sus publicistas convirtieron en historia patria, con la complacencia del priísmo antihistórico!

Luego vino el cruzado Calderón, quien buscó la expiación y el perdón vistiéndose de comandante verde y adoptando con entusiasmo digno de mejor causa la creencia y el dogma del más barato de los neoliberalismos que, insiste en decir, le fue transmitido en el ITAM, ¡en Harvard!, y en las cenas con sus cuates de aula y alma.

Al final, lo que los dos gobiernos panistas nos entregaron fue desorden administrativo y mental, un crecimiento económico a ras del suelo y unas historias tétricas de malversación de fondos, confianzas y enriquecimiento ilícito. Estas, sus mejores prácticas, oscurecieron los escenarios del intercambio democrático y arrinconaron el ánimo ciudadano en un clima de decepción y duda que redundó en el empobrecimiento de los escenarios de por sí paupérrimos que nos dejó la transición votada.

Quizá llegó ya la hora de admitir que tanta fe en el voto y su contabilidad también sirvió de mampara para sabotear todo intento de llevar la transición a un cambio de régimen político, a una reforma auténtica del Estado, congruente con las esperanzas y expectativas despertadas en sus primeros años. Pero en esta materia, lo que impera es la fuga hacia adelante. El Congreso fue colonizado por los llamados poderes fácticos, portavoces voluntarios o asalariados y muchos políticos de arribazón, gracias al pluralismo y la leva democrática, que aprendieron pronto que el acomodo era lo mejor, hasta llegar al bochornoso fin de fiesta que nos dieron panistas y priístas en diciembre pasado, cuando sin oposición se fueron hasta la cocina y pusieron a la venta no las reservas petroleras sino los vasos, las tasas y el microondas.

Así hemos empezado un año que desde las cumbres alpinas se ve incierto, nebuloso y con la amenaza de un estancamiento secular sobre todos. Para verlo mejor, tal vez haya que bajar a los trópicos, con sus lábiles momentos, muy lejos de la tristeza que les asestara el gran Lévi-Strauss. Poco tiene que ver lo que pasa en el globo con la imaginación delirante de este realismo pretendidamente mágico.

El año empezó con estrujantes reportes en el diario El País sobre el incremento de la pobreza en Italia y España, el congelamiento del desempleo en cuotas inconcebibles hace menos de seis años y la afirmación de la desigualdad en el seno del gran experimento civilizatorio de la Unión Europea. Por su parte, el profesor Bradford DeLong, de Berkeley, dibujó un escenario ominoso en materia de ingresos y distribución en Estados Unidos de América, del que dio cuenta aquí hace unas semanas Arturo Balderas. El empobrecimiento estadunidense se da luego de lustros de estancamiento en los ingresos de la mayoría trabajadora y de estrambóticos enriquecimientos de las ínfimas minorías de 1 o 0.1 por ciento, cuyos peones y palafreneros llevaron el mundo al borde del abismo hace cinco años.

Y sin embargo, diría un Galileo posmoderno, no se mueve. Los movimientos de protesta y contestación hacen mutis o entran en sigilo y los trabajadores viven bajo las inclemencias del más cruel mercado laboral en casi un siglo, potenciado por una austeridad abiertamente asimétrica y el casi nulo crecimiento de la economía que aplasta el empleo y achata toda expectativa.

Este es el horizonte para en efecto mover a México. Que, si lo vemos con detalle, habría que reconocer que no ha dejado de moverse pero por el lado oscuro de la Luna: en las tierras calientes o las estepas tamaulipecas, en las fronteras de plomo y llanto, en los sótanos del trabajo informal y formal, pero siempre precario, inseguro, mal pagado. Más que moverse, este México necesita comprensión y cauce, miradas largas y compromisos, inclusión y solidaridad, y ya no castas de adivinos y augures investidos de infalibilidad científica. Que las nieves no congelen la memoria.