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El espejo michoacano
Y

a no entiendo nada. Lo dice la gente común lo mismo que los analistas y los expertos. Los medios reproducen continuamente este mensaje, incluso cuando pretenden entender algo.

Se trata en parte de una situación incomprensible. Los aprendices de brujo que en estos años ocuparon posiciones de gobierno produjeron un enredo que se escapó de sus manos. Porciones de Michoacán se encuentran ahora en el peor tipo de guerra civil, cuando nadie sabe ya contra quién está luchando y se desdibujan las facciones en pugna. Aunque muchas manos nos llevaron a este punto y nosotros lo permitimos, es indudable que la incompetencia e irresponsabilidad criminal de Calderón fueron determinantes en una situación en que hasta los principales protagonistas están confusos y pierden su carácter e identidad. Nadie es lo que parece ser. Las autodefensas no son policías comunitarias de la tradición indígena. Autoridades, militares o policías no lo son realmente. Y así todos.

Pero se trata también de nuestra resistencia a comprender. El mecanismo freudiano de la negación puede ser más fuerte que toda evidencia.

Dentro y fuera del gobierno se proclama el deseo de restablecer el estado de derecho. Se habla también de que existe un estado de excepción no declarado, por lo que importaría levantarlo o declararlo para restaurar alguna forma de normalidad. Todo esto, amplificado por los medios, forma cortinas de humo que intentan tapar el sol con un dedo e impedir que se vea la desnudez del emperador.

Desde hace tiempo he sugerido en este espacio que hemos caído en una forma de lodo social y político. Del mismo modo que el lodo no pertenece al mundo terrestre ni al acuático porque está en los dos, vivimos en un régimen en que resulta imposible distinguir con claridad entre el mundo del crimen y el de las instituciones. Este hecho espeluznante, que seguimos negando, es tan peligrosamente evidente en Michoacán que genera un esfuerzo múltiple y frustráneo de ocultamiento.

Esos empeños producen lo contrario de lo que buscan, porque tiene cada vez mayor fundamento la hipótesis de que se ha vuelto imposible deshacerse de ese lodo. Las instituciones han sido a tal grado contaminadas por la lógica del crimen, cuyo catálogo es interminable, que la única opción efectiva es desmantelarlas, construir otras. Tal es la conclusión a que ha estado llegado un número creciente de personas. Para mucha gente, empero, particularmente en las clases políticas, aceptar esto es más intimidante que el violento enredo actual que no logran entender y mucho menos encauzar y resolver. Por eso rechazan las pruebas de la ­evidencia.

Como nos ha estado enseñando Agamben, el estado de excepción es una fórmula legal para la ilegalidad: se usa la ley para suprimir su vigencia. Es requisito para declararlo que la ley esté vigente, que en la sociedad en que se declara el estado de excepción prevalezca el estado de derecho. No es nuestro caso. Por muy difícil que sea aceptar que en México se ha perdido esa condición, mucho más difícil sería demostrar que vivimos en un mundo de leyes y que se cumplen entre nosotros las normas y condiciones que definen un estado de derecho. Es cierto que México nunca pudo construirse de esa manera. No tenemos las actitudes y comportamientos propias de un estado de derecho. No funciona bien aquí la desobediencia civil, porque su requisito y precondición es una obediencia civil de la que carecemos. Pero nunca se había llegado al extremo actual.

Hay algo más, de mayor gravedad aún. El diseño del Estado-nación atribuyó al gobierno el monopolio de la violencia legítima al asignarle la función de proteger a la gente y mantener el orden social. Protego ergo obligo, decía Hobbes. El gobierno puede imponer obligaciones y exigir obediencia porque cumple la función de protección.

No estamos ahí. Como se hace espectacularmente evidente en Michoacán, el gobierno carece tanto del monopolio de la violencia como de legitimidad. Lejos de cumplir la función de protección, se ha convertido en empresario de la violencia y causa creciente incertidumbre. El despliegue espectacular de fuerza militar y policiaca exhibe su debilidad, la extrema fragilidad de las instituciones de gobierno, la pérdida de poder político. Como decía Napoleón, las bayonetas sirven para muchas cosas, pero no para sentarse en ellas. No se puede gobernar con el Ejército y la policía.

Para encontrar opciones reales, necesitamos empezar por reconocer lo que nos resistimos a ver. Michoacán es un espejo en que podemos ver lo que nos espera si no actuamos con conciencia clara de los desafíos que enfrentamos.

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