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San Silvestre
P

oco se suele recordar que el 31 de diciembre se festeja a a San Silvestre. Nos viene a la mente con la sabrosa lectura del Libro de mis recuerdos, de don Antonio García Cubas, que comentamos la semana pasada, al recordar sus explicaciones sobre los festejos navideños a mediados del siglo XIX.

Hoy seguimos con sus descripciones acerca de las festividades de fin de año: El día de San Silvestre la buena ciudad de México cierra el año con broche de oro, acordándose, al fin, de que hay un Dios ante quien debe prosternarse para darle gracias por los favores recibidos en el año que termina e implorar su socorro para el año que comienza. Todos los templos de la ciudad, desde las siete de la noche, se hallan henchidos de gente, cuyas fervorosas plegarias suben a la mansión celeste acompañadas de las majestuosas y sonoras voces del órgano y envueltas en las perfumadas nubes del incienso... Por donde quiera se escuchan las palabras Feliz Año y por todas partes se ven aparadores atestados de hermosísimos objetos, debidos a la industria humana, y por las calles, criados que van y vienen con lujosos regalos y hermosos ramilletes de flores. Es el día grande de las congratulaciones.

Nos cuenta acerca de la Rifa de Santos que se realizaba el día 1º de enero: Depositábanse en una ánfora cedulillas de papel, en cada una de las cuales constaba el nombre de un santo o virgen... De aquella ánfora iban sacando las jóvenes, una por una las mencionadas cedulillas y a ese santo debían consagrar especial devoción durante el año... Nunca faltaban San Francisco de Paula por casamentero y Santa Rita por allanadora de imposibles.

Platica de los pregones de los vendedores ambulantes, que tanto llamaban la atención a los visitantes extranjeros. Curiosamente eso no se ha perdido, si caminan por alguna de las calles del Centro Histórico donde todavía permanecen escucharan una babel de voces en diferentes tonalidades, pregonando las mercancías, en ocasiones con estridentes micrófonos.

Los más populares en los tiempos de García Cubas eran: “El carbonero, indio otomí, que por lo tiznado se asemejaba a un etíope que voceaba carbo siú, pregón que competía con: Mantequilla de a real y medio, que repetía sin cesar otro indio que llevaba a espaldas en un huacal su producto. Haaaay chichicuilotitos vivos, cantaba la vendedora de las garbosas avecillas. Meeercarán pollos, voceaba el pollero, que conducía a los infelices animales apretados y confundidos en el huacal”; Mercarán ranas; Tierra para las macetas; Compren tinta; Zapatos que remendar; Sillas que entular; Buenas cabezas de horno; Cristal y loza fina ¿hay ropa que cambiar?; Agujas, alfileres y bolitas de hilo; Aquí hay tamales y atoles, y no faltaba Chencho el de las tenazas, que vendía esos instrumentos indispensables para hornillas y fogones, ofreciéndolos con palabras inarticuladas, a la vez que hacía sonar las tenazas, hiriéndolas con una varilla de hierro.”

Estos pregones se extendían a algunas fondas y cafés, como el que después habría de volverse el famoso Café Tacuba, que todavía existe en esa calle, que en la puerta tenía un muchacho anunciando a grito partido que ahí se servia café con leche y molletes con mantequilla. Su descripción de los cafés es maravillosa y nos permite reconstruir esa faceta gastronómica de esa ciudad de México, que entonces tenía 200 mil habitantes y abarcaba lo que ahora llamamos Centro Histórico.

En la calle 5 de Mayo número 10 se encuentra el Café La Pagoda, que ofrece un menú económico y variado, con muchas reminiscencias de los viejos establecimientos del siglo XIX. Hay paquetes que incluyen un desayuno o comida completos. ¿Qué le parece el que tiene bistec arriero con salsa molcajeteada y frijoles de la olla?, incluye agua de frutas o refresco y postre. Si fuera desayuno, lechero (concentrado de café mezclado con la leche que se sirve en vaso) y pan dulce. A mi me encanta el de plátanos fritos con frijoles refritos.