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Chivos expiatorios en penal de Tapachula

Cónsules centroamericanos rara vez apoyan a inocentes implicados en prostitución, señalan afectados

Enviada
Periódico La Jornada
Sábado 21 de diciembre de 2013, p. 40

Tapachula, Chis., 20 de diciembre.

Lidia Matías Diego tiene que recargarse en un muro para no desplomarse. Frente a ella, en el patio del penal femenil Cereso 4 de Tapachula, una joven habla con un desparpajo brutal, mientras masca su chicle: huy, a muchachitas como ésta les pasa de lo peor. Seguro que ésta ya anduvo por cantinas, centros botaneros y todo... Mientras escupe esas palabras, observa la fotografía que Lidia lleva colgada al cuello. Es su hija, Nora Morales, cuando tenía 16 años, con el cabello suelto y una sonrisa fresca.

Su madre la busca desde hace ocho años en las vías y calles de la ruta migrante, en los reclusorios, en los bancos de ADN que tardíamente el gobierno mexicano va configurando para localizar a decenas de miles de desaparecidos, entre los no identificados de las fosas comunes de los cementerios donde los extranjeros indocumentados no tienen derecho siquiera a un registro, en los hospitales y albergues. Pero asumir que su destino pudo haber sido la trata de mujeres duele demasiado.

A diferencia de los migrantes centroamericanos que buscan las organizaciones de esos países por medio de la Caravana del Movimiento Migrante Mesoamericano, Nora tiene nacionalidad mexicana. Su mamá, a los nueve años, salió huyendo con su familia de las masacres en el Ixcán, Guatemala. Se asentaron, primero en Chiapas y después en uno de los campamentos de refugiados guatemaltecos en Quintana Roo, Los Laureles. Ahí se hizo adolescente, se juntó con otro chico refugiado y tuvieron tres niñas. Regresaron a su comunidad selvática, San Lorenzo, después de los acuerdos de paz. Tuvieron siete hijos más.

A Nora, hija mayor de indígenas quichés, nunca le daban permiso de ir a ningún lado. Hasta aquel día desafortunado, cuando unas primas convencieron a sus padres de dejarla trabajar en México de sirvienta. Lastimosamente confiamos. Y se fue. Al poco tiempo las primas volvieron al pueblo y les entregaron a sus padres las supuestas ganancias de Nora, treinta quetzalitos. Pero su niña nunca volvió.

A su paso por México, la Caravana de Madres Centroamericanas en Busca de sus Hijos visitan varios penales con un doble propósito: ver si ahí encuentran alguna pista para rastrear a sus hijos extraviados y ofrecer a sus paisanos –presos y desconectados de sus familias– avisar en sus pueblos sobre su paradero.

Pero tras las rejas suelen encontrar cosas inesperadas, sobre todo en las cárceles fronterizas, donde un tercio o quizá más son de origen centroamericano: menores de edad presos en penales de adultos, el abandono de los cónsules de Honduras, El Salvador, Guatemala, Nicaragua, que rara vez se acercan a asistir a sus connacionales, decenas de inocentes encarcelados sin proceso ni sentencia. Y en esta ocasión, en el femenil Cereso 4, una modalidad que permite a las autoridades estatales y federales mostrar resultados en sus programas para combatir el delito de trata de mujeres y menores, ofreciendo cifras en ascenso de detenciones y sentencias.

Víctimas hondureñas

Las acusadas son meseras, encargadas de limpieza y trabajadoras sexuales señaladas por los propios dueños de los bares y prostíbulos para descargar sus propias culpas. Son, tal vez, parte de la cadena de la explotación, víctimas y victimarias obligadas. Verdaderos chivos expiatorios.

En el penal femenil de Tapachula las internas hablan, caminan y comen sin dejar de tejer a toda velocidad bolsas, bolsitas y monederos de rafia. Les significan unos centavitos extras. No pasa mucho tiempo antes de que en torno a una mesa se reúna un grupo para hablar en voz baja. Todas son hondureñas, todas en sus veintes, todas acusadas de trata, casi todas con hijos pequeños.

Foto
Madre que busca a su hijaFoto Blanche Petrich

Karen Vallecillo: me acusó mi patrón, dueño de un bar en Frontera Comalapa. Él era el lenón, yo sólo era mesera. Ya está sentenciada a 27 años. Gran diferencia con el trato que recibió Mercedes Cisneros, Mamá Meche, dueña de bares muy populares como La Cava y El Delfín. Ella fue detenida en marzo de 2011 durante el gobierno de Juan Sabines por las insistentes denuncias de la anterior cónsul de Honduras, Patricia Villamil, que puso el dedo en la llaga y no dejó de denunciar la complicidad de autoridades mexicanas en la explotación de chicas de ese país. Fue destituida por la cancillería de Tegucigalpa por su propia seguridad. Mamá Meche sólo pasó unos meses en la cárcel. Sus empleadas siguen ahí.

“Tengo un caso –cuenta Luis Villamil, defensor de derechos humanos por el Centro de Dignificación Humana, con sede en Tapachula– de una mesera, Denia Elizabeth Santos (La Paz, Honduras), señalada por los dueños mexicanos de su bar como enganchadora. La propia menor que la acusaba ya se retractó ante el MP. Pero lleva dos años siete meses presa”. Denia estaba embarazada. En la cárcel tiene una hija preciosa, Belén, un torbellino de rizos rubios. Cuando cumpla tres años se la van a quitar.

Santa María Rosales se había retirado del trabajo sexual para cuidar a sus hijos. Malvivía en un cuartito. Una noche dio hospedaje a su hermano y a una prima, que venían de paso para internarse hasta el norte. Llegó la policía, los golpeó a todos. Al hermano lo deportaron, a la prima la desaparecieron y a ella la acusaron de trata. El domingo pasado su hija de 15 años la fue a visitar. Tenía sus bracitos todos cortados, se quiere suicidar. ¡Yo aquí no voy a aguantar!

Casos similares: Lidia Azucena, hondureña, trabajaba en una lavandería: año y medio presa. Ligia Araceli Palma, dos años cuatro meses; Matilde García López, Guadalupe Pérez Díaz. Mujeres desesperadas que le advierten al cónsul Marco Tulio Huezo, que sustituyó a Patricia Villamil: si no da la cara por nosotros, nos vamos a la huelga de hambre. En Navidad.

A esas muchachas nunca las van a encontrar

“Yo estuve con el Pozolero del Teo, Santiago Meza, como vecino de celda, en Matamoros. Me tomaba como su confesor, seguro de mi sentencia de 75 años. Me decía cosas tan terribles que a veces yo quería taparme los oídos, me dolía la cabeza. No es por darle la mala noticia a nadie, pero a muchas de estas muchachas nunca las van a encontrar”, dice Luis Villagrán, que fue policía federal y, acusado en falso de secuestro, pasó 12 años en distintos penales de máxima seguridad, entre ellos el de Matamoros.

–¿Por qué? ¿Qué le decía?

–Pues eso, que a los capos en el norte les llevaban jovencitas extranjeras de la frontera sur. Y una vez que se servían, las mataban y se las entregaban para deshacerse de ellas. Como desechos. El Pozolero, un tipo que debe pesar ya unos 120 kilos, hablaba de las mujeres como si fueran tomates, cebollas... nunca llevó la cuenta de los cadáveres de mujeres que disolvió en ácido, mujeres usadas por los patrones.

Sabe de uno que está en la lista de migrantes desaparecidos. “Es Walter, El Simpson, escolta del Lazca. Fue kaibil guatemalteco desde los 16 años, pero a los 19 desertó. Sus padres lo buscan. Y no es que sea desaparecido, sino que se hace pasar por tamaulipeco. Fue zeta y ahí está, en la cárcel de Matamoros. Él mató a dos militares y cinco policías federales. Hoy debe tener como 25 años. Tiene una sentencia larguísima. Mientras, sus padres lo esperan en el Petén”.