Opinión
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La incertidumbre (y su corolario retroviral)
N

uevo catálogo razonado de nuestros miedos.- Si se observan con más detalle las tendencias y los flujos de las protestas sociales de los últimos años –indignados, ocupas, #YoSoy132, neoanarquismo, CNTE–, no obstante las diferencias que las separan y singularizan, todas comparten un subtexto en común: son acciones (y reacciones) frente a un mundo en el que la incertidumbre se ha convertido no en un aspecto de la vida, sino acaso en la condición constitutiva de la vida misma. Un estudiante, que ha concluido su licenciatura, ya está armado o preparado sicológicamente para la previsible contingencia de que terminará vendiendo seguros o bienes raíces sin retorno posible. Para quienes cuentan con un trabajo, el dilema es no saber cuánto tiempo durará, ni el tiempo que transcurriría, si lo pierden, hasta encontrar uno nuevo. Un lapso que puede resultar fatal, porque las expectativas de quien se queda sin trabajo más de tres veces seguidas se aproximan peligrosamente a la cifra de cero.

Occupy Wall Street, un movimiento que nunca enarboló un programa explícito, fue impresionante no por la impugnación de éste o aquel aspecto del capitalismo actual, sino por su beligerancia simbólica y narrativa contra los sostenes morales del sistema mismo. Pero en el fondo se trataba de una protesta que expresaba la ansiedad de miles de centenares de familias estadunidenses que perdieron sus casas en la crisis hipotecaria de 2008. Una pérdida sin retorno, porque junto con la destrucción de las instituciones de protección social que provenían de los años 60, la anarquía actual de la expansión de los mercados ha destruido también las formas elementales de las antiguas redes de solidaridad informal (la familia, el barrio, las ONG asistenciales).

Como todos nosotros, un individuo calcula hoy sus opciones sólo bajo el síndrome del riesgo. Cuando elige una carrera, un estudiante ya no piensa en su vocación o en algún interés profesional; piensa en las opciones que le aguardan en el mercado laboral. Amor es una palabra que se ha vuelto extraña en el trance del matrimonio, donde predominan más bien las expectativas económicas de los cónyuges. Incluso los viejos lazos de amistad han sido cercenados por el zeitgeist de la época: individuos que sólo pueden buscar en su individualidad la solución a problemas que, desde la individualidad misma, nunca han tenido solución.

Calcular bajo el síndrome del riesgo implica irremediablemente calcular desde el miedo. El miedo a perder el piso de la existencia misma, el miedo al otro y, finalmente, el miedo al sinsentido (tal como lo describió N. Lechner en Nuestros miedos) se han transformado en los sostenes de la subjetividad contemporánea.

La democracia y sus simulacros.- Las teorías sobre los orígenes de esta peculiar subjetividad de la época son múltiples. Pero todas ellas coinciden en señalar un aspecto: la retracción del Estado con respecto a sus viejos compromisos sociales y, en general, a los derechos sociales. No se trata, a la vieja usanza, de atribuir al Estado la responsabilidad de lo social y dejar en manos de lo privado la esfera productiva. Esa megafilántropo nunca existió ni podrá existir. Se trata de la minimalia de derechos sociales que deben prevalecer tanto en el orden público como en el privado para garantizar que el abismo de la incertidumbre no devenga en lo que ha devenido en las últimas dos décadas: violencia, desamparo, desafección. Sólo un ejemplo brutal: en México, quienes ingresaron a trabajar después de 1993 no contarán con jubilaciones de retiro. Son hombres y mujeres que vivirán más de 80 años. ¿Qué les espera? Visto así, el mundo de nuestros hijos no será mejor.

No es casual que el régimen que llamamos de manera elíptica democracia se encuentre en México tan devaluado. En todo el siglo XX, el único sentido que tenía hacerse de derechos políticos (como elegir libre y universalmente a nuestros representantes) consistió en que éstos redundaran en más derechos sociales. En el siglo XXI, este hecho no parece haber cambiado. (Hay pocas retóricas que hoy resultan tan superfluas como las que elaboraron alguna vez Juan José Linz y su escuela, ya en el olvido, que reducía el fenómeno democrático a la esfera política.) En la transición mexicana el efecto paralelo de la democracia ha sido exactamente el contrario: aumento exponencial de la pobreza y, sobre todo, de las inseguridades que acechan a los que se sitúan en la mitad beneficiada de la población.

Y pasemos al renglón más doloroso: los estados de excepción moleculares, la criminalización de la vida cotidiana. ¿No acaso está ligado el hecho de que cientos de miles de jóvenes busquen una vida en el crimen con la retracción del Estado con respecto a sus compromisos sociales? Si la sustancia de la subjetividad actual es el miedo, el criminal es su empresario más destacado. Un empresario, por cierto, impecablemente empresarial: vive en y para el mercado; es rigurosamente competitivo; su productividad es incomparable.

Jugar a la ruleta (con el Estado).- Las reformas impulsadas por el PRI a lo largo de 2013 (en particular la energética, la fiscal y la educativa) llevan hasta su último paroxismo la versión más consagrada (y celebrada) de la sociedad del riesgo. En ese automatismo hay por supuesto un aprendizaje. En la política mexicana de la última década y media, gana quien se somete a la subsidariedad global, a la inacción frente a la criminalización de la vida (como vía de intimidación para retraer el espacio público) y a multiplicar las incertidumbres que acechan a la vida cotidiana. El dilema es si el costo de ese triunfo garantiza certidumbre a sus beneficiaros. Obviamente: no. ¿Cuánto puede entonces sostenerse un régimen que afecta no sólo a sus opositores –lo cual es lógico– sino a quienes dice sí? Tal vez sólo sea cuestión de tiempo.