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Dos de los heraldos

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onocí a AMLO el 1 de diciembre de 1994. Estaba en el Distrito Federal encabezando una de las caravanas que salieron desde Tabasco en demanda de democracia –acababa de perpetrarse un enésimo fraude electoral en su tierra natal y López Obrador y su gente habían acampado en el Monumento a la Revolución. Eran días aciagos los de aquella sucesión presidencial entre Salinas y Zedillo, marcada por el desastre nacional y por la sangre de los asesinatos políticos, pero también por la esperanza de la insurrección zapatista. Se respiraba zozobra.

A unos metros de la Plaza de la República, frente al viejo edificio de la Lotería Nacional, unos muchachos de filiación desconocida y rostro encapuchado bajaron al conductor de una pequeña pick up que pasaba por allí y, ante decenas de cámaras de televisión, le prendieron fuego al vehículo. Poco después un contingente de granaderos se apersonó en el lugar y empezó a cercar a los revoltosos. Los manifestantes tabasqueños observaban los hechos y empezaron a acercarse, por mera curiosidad, al punto del conflicto. López Obrador les pidió que se retiraran y que se recluyeran en el campamento. Todos acataron la instrucción como si hubiera surgido de ellos mismos. Momentos más tarde empezó la refriega. No recuerdo si los uniformados capturaron a alguno de los provocadores, pero sí que le pusieron una paliza salvaje a Manuel Meneses, entonces jefe de Información de La Jornada, y a nuestro fotógrafo Carlos Cisneros. En estos tiempos, cada vez que se repite el ciclo violencia tolerada-cobertura mediática-atropello de inocentes, me acuerdo de aquellos momentos.

Varias cosas me impresionan de AMLO: por ejemplo, su tremenda determinación de consagrarse en cuerpo y alma a la transformación del país sin dejar apenas márgenes para preocuparse por sí mismo, un rasgo que tal vez explique el infarto que sufrió el martes pasado. Su probidad y su austeridad son tan patentes que sus odiadores no desaprovechan, para denostarlo, cuanto detalle real o falso que pudiera ser indicativo de una vida suntuaria.

Otra es su capacidad de concentración en un propósito determinado –las campañas presidenciales, la construcción de un partido, la defensa del petróleo– y priorizarlo por sobre lo demás. Encuentro excepcional esa aptitud para centrarse en un propósito en medio de la dispersión, las ocurrencias, los intereses encontrados y las derrotas. Desde la reacción llega un griterío permanente que acusa a AMLO de alborotador, incendiario y sediento de poder. Desde su izquierda muchos rechinan los dientes porque lo encuentran demasiado moderado, conciliador y tibio, y unos y otros acaban declarando que es un simulador y un farsante, como si, tras cuatro décadas de congruencia política, fuera posible ocultar algo.

Creo, por mi parte, que El Peje es el representante natural de las decenas de millones de personas honestas que habitan este país porque es capaz de comunicarse con ellas, de transformar sus esperanzas y su rabia en un curso de acción concreto y de ver por encima de los acontecimientos inmediatos: en varias ocasiones he estado en desacuerdo, tácito o expreso, con decisiones suyas, y posteriormente, en mi fuero interno, he debido darle la razón y reconocer que estaba en lo correcto. En estos años he pasado de la simpatía distante a la participación convencida, no sólo porque reconozco en López Obrador a un dirigente capaz y responsable, sino también porque ha logrado dar voz y curso de acción a una enorme masa de damnificados sociales –los condenados de la Tierra, les llamaba Franz Fanon– y aprendí desde pequeño que lo correcto es estar siempre del lado de los jodidos.

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Mi primer encuentro con Carlos Payán Velver fue intrascendente. Ocurrió a fines de los años 70 del siglo pasado en la cafetería del viejo unomásuno. Él era subdirector del diario y yo, un colaborador casi imberbe del suplemento de monos de ese diario, el Másomenos, que coordinaba Magú. Nada me hizo pensar entonces que la labor de aquel hombre con el fenotipo de Einstein, de Brassens y de Mark Twain, habría de darme una dirección en la vida.

Años después, en julio de 1984, volví a verlo, cuando encabezaba ya el equipo de trabajo que se aprestaba a lanzar La Jornada, en las oficinas provisionales de la calle de Durango. Fui allí a presentar un examen para una plaza de redactor en el periódico que estaba por surgir. Cuando salí vi a Payán, desconsolado frente a su Volkswagen destartaladísimo, que no arrancó. Me pidió aventón, le dije que lo llevaría a donde quisiera y me pidió que lo tuteara. En agosto de ese año entré por primera vez al edificio de Balderas 68, sede original de nuestro diario, y muy pronto la relación laboral con su director general dio paso a un afecto entrañable que perdura y crece.

Una noche, cuando en su oficina imperaban un vértigo y una tensión descomunales causados por no recuerdo qué alboroto informativo, me llamó aparte a una trastienda, un cuartito anexo a la dirección en el que había libros, un catre y una mesa en la que, cuando había que quedarse a bregar hasta tarde, se servía tacos de la calle, rebosantes de colesterol y deliciosos. Supuse que iba a comunicarme algún dato importante y confidencial. En vez de eso, extrajo de su saco de mezclilla un papel arrugado, me leyó un soneto suyo y me preguntó que qué me parecía. Un tanto sorprendido, le dije que me parecía un buen soneto, pero que tenía, a mi parecer, dos versos con la prosodia despeinada. Me escuchó con interés, me ordenó volver a mi trabajo y él volvió al suyo; ambos, creo, un poco más relajados.

Payán tiene la virtud de estar en muchas cosas a la vez y de salir bien librado en todas ellas. Es un hombre de acción y de reflexión pero, sobre todo, de creación individual y colectiva, y bajo su mando han salido proyectos en los que se fusionan las buenas letras, los principios éticos, la calidad visual y –algo que nos falla a casi todos los que estamos en el ala izquierda de la vida– la viabilidad económica. Es capaz de interactuar con naturalidad con personas de distintas ideologías y orígenes sociales y de sumarlas a empeños colectivos sin que nadie se sienta violentado en sus ideas o en su identidad.

Impulsa cuando debe impulsar, contiene cuando hay que detenerse, concilia con tino y hasta donde es posible, y rompe sin vacilación cuando no queda más que la ruptura. Se ha ganado el respeto de amigos y de adversarios por su honestidad intelectual a prueba de todo, basada en el rigor y en una capacidad autocrítica excepcional.

Payán es un hombre generoso para con todos y para con la vida, tiene una enorme capacidad de deleite –disfruta el arte, la literatura, la comida, los viajes, la música– y posee, también, una curiosidad primigenia ante los asuntos nuevos y desconocidos y una flexibilidad sorprendente para adaptarse –recuerdo, por ejemplo, su temprano interés por la informática y las computadoras– a circunstancias nuevas.

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López Obrador y Payán han estado en las noticias de estos días por razones distintas: el primero porque sufrió un incidente de salud que lo mantiene hospitalizado en el momento menos oportuno, el segundo porque recibió ayer un homenaje en la Universidad de Guadalajara. Personalidades contrapuestas en algunos sentidos, y coincidentes en otros, son de los escasísimos heraldos con los que me ha tocado interactuar en la vida. Parafraseando al propio Payán, qué sería de este país sin los proyectos que ellos han encabezado. Los dos han sido fundamentales para la formación de incontables personas entre las cuales me incluyo; además, les agradezco a ambos que hayan confiado en mí y espero no haberlos defraudado demasiado ni en muchas ocasiones.

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