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Elena a todos nos consta
A

todos nos consta que siempre ha estado ahí, incluso a los pocos que no la quieren (los unhappy few) y se esmeran en menospreciar (esa forma de la envidia) esta prosa o corregirle aquel detalle. Además ella, una verdadera novelista, nunca nos ha dicho mentiras, y su personaje, fascinante e ineludible, no traiciona su escritura. Es allí, a través de su proceso de testificar, imaginar y verbalizar las maravillas, los dolores y las cotidianidades pintorescas de nuestro México, donde empieza la importancia de Elena Poniatowska.

Dejemos atrás el dato de que por primera vez el rey Borbón entregará un reconocimiento supremo, en nombre del idioma castellano que él tan mal domina, a un princesa de carne y hueso, nomás que polaca, o sea francesa, y para colmo mexicana como las tlapalerías, con peculiar emoción de genio por el idioma local y sus historias. Hoy que esas cortes se dignan premiar su obra, conceden al fin un reconocimiento institucional al periodismo como forma de literatura a secas, y viva.

Escritores latinoamericanos fundamentales, de Enrique Gómez Carrillo a Rodolfo Walsh y Eduardo Galeano, y poetas como José Martí, César Vallejo, Luis Cardoza y Aragón y Juan Gelman, han hecho periodismo a la altura del arte. Pero en México existe toda una línea de continuidad literaria –progresista por necesidad– al grado de ser la única tradición sin fracturas de la literatura mexicana, y con frecuencia la mamá de los pollitos. Será porque el fundador de la escritura nacional, José Joaquín Fernández de Lizardi, aquel chilango originario nacido en 1776, es periodista. Como apuntaba en estas páginas Javier Aranda Luna, el fervor periodístico y de crónica se ha transmitido de una a otra generación, lo que proporciona una fortaleza inusual.

¿Qué otra paternidad tienen nuestras letras que los liberales decimonónicos, El Nigromante, Ignacio Manuel Altamirano, Guillermo Prieto; todos con la pluma y la metafórica espada: el escritor público, aunque suene a tautología. Esa senda la transitarán a partir de entonces los mejores estilistas de la lengua mexicana: Manuel Gutiérrez Nájera, Martín Luis Guzmán, Renato Leduc, Salvador Novo, José Alvarado, Ricardo Garibay, Carlos Monsiváis, José Joaquín Blanco.

Todo esto, y algo más, encarna en Elena Poniatowska, tras medio siglo de estar presente (el being there del nuevo periodismo estadunidense que la influyó al principio, igual que a Monsiváis y tantos otros con la impronta de Fernando Benítez). A todos nos consta que a ella le consta, y que mañana, o el mes que entra, o en un libro el año próximo nos va a contar lo que verdaderamente sucedió.

Como narradora, Elena tiene su momento decisivo en Hasta no verte Jesús mío (1969), y como cronista en Fuerte es el silencio (1980). Con Jesusa Palancares y El Güero Medrano nos da los retratos más importantes del periodo. Ambos reales, mucho más de lo que ofrecían los novelistas profesionales y de exportación que andaban publicando a la sazón. Quizá sigue siendo así.

Luego de entrevistar a toute le monde como joven reportera armada del factor sorpresa y una ingenuidad de doble filo, recaló en los muchachos del 68, las mujeres de Juchitán, las madres de los desaparecidos, las desoladoras epopeyas del terremoto de 1985, nunca ajena al compromiso y sus riesgos, hasta llegar al cuauhtemismo-obradorismo de las décadas recientes, los guiños al zapatismo, su feminismo tan natural que ni siquiera necesita ser nombrado. Y siempre en la multiplicación de grandes y pequeños detalles, celebraciones, obituarios, indignaciones, descubrimientos y provocaciones de sus artículos y declaraciones. Después de Monsi, y en otro estilo, Elena es la Declarante Indispensable. Y eso es bueno, porque lo hace con sentido de la oportunidad y valentía chingativa, al servicio de las causas que importan y las voces que nadie escucha contra el poder.

Por si fuera poco, Elena es uno de nuestros pocos narradores definitivos. Su olfato (de reportera) para el mito y la historia-que-importa nos ha dado Querido Diego, te abraza Quiela, Tinísima, El tren pasa primero (la novela de Demetrio Vallejo) y su hermosa Leonora. Elena escribe como se vive, que no es un don común. Y cuando ve la plástica (Juan Soriano, Francisco Toledo) conversa con ella y nos lo platica. Su arte es democrático, como lo fueron en el siglo XX los muralistas, los fotógrafos, las películas arrabaleras de Luis Buñuel y las crónicas de Monsiváis.

Cuando el fino cronista español José Moreno Villa, exilado en México, descubrió en su Cornucopia lo insondable de la palabra tlapalería, debió admitir que en este país el idioma es muy otro, impregnado de nahuatlismos, atavismos y sentidos ocultos; enteramente original como los idiomas de Cuba y Argentina, donde el castellano se construyó casas maravillosas y distintas. Gracias a Elena Poniatowska, la casa mexicana de la lengua es ya universal. (Igual hizo Julio Cortázar con la suya, no sé si me explico.)

Para Raúl Álvarez Garín