Opinión
Ver día anteriorViernes 22 de noviembre de 2013Ver día siguienteEdiciones anteriores
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¿Una presidenta es mejor que un presidente?
A

menudo antes de las elecciones –como las recientes en Chile o las próximas en Honduras– se escucha que mejor votar por las mujeres, ya que éstas son más sensibles y responsables que los hombres, defenderán mejor los derechos de sus compañeras, e incluso que por la condición de su género –objeto de la discriminación– son más progresistas por naturaleza.

La izquierda de buenos deseos o cultural que produce este tipo de pensamiento suele argumentar también que bastaría darles el poder a las mujeres para acabar de una vez con el patriarcado, el machismo, la depredación de la naturaleza, las guerras o con el capitalismo (¡sic!), argumento que ignora las relaciones de poder e intereses reales, o se contradice cuando, por ejemplo, bajo el lema de solidaridad con las mujeres afganas se suma a las guerras imperiales.

Aunque todo esto surge de una buena intención de oponerse a la dominación masculina, acaba en un cul de sac de la creencia que ser mujer es hacer mejor política o que las mujeres son mejores, simple inversión del machismo y visión equivocada que bien refuta por ejemplo Sara Sefchovich en ¿Son mejores las mujeres? (Paidós, 2011), subrayando que éstas no poseen virtudes particulares, que lo que cuenta en la política son las capacidades, no el género, y que la historia abunda en mujeres-dirigentes que perjudicaban la emancipación femenina y reproducían los esquemas represivos.

Igual que no toda mujer es un buen político, no todo el activismo femenino es bueno: en Chile fueron las mujeres quienes abrieron el camino al golpe y Lucía Hiriart de Pinochet era más feroz que su marido, no hizo nada para parar las atrocidades y fortaleció la agenda patriarcal de la dictadura. En la política lo que hace la diferencia no es el género, sino la formación y la conciencia de clase.

Sandra Russo, escribiendo sobre la violencia de género, apunta que la política no es un lugar indicado para el cuerpo femenino, que resulta incómodo tanto en el poder como en la microfísica de lo cotidiano ( Página/12, 5/10/13). Sin embargo –usando el mismo lenguaje biopolítico–, el solo hecho de colocarlo allí (al elegir por ejemplo a una presidenta) no basta para cambiar las relaciones de poder. Lo que importa es cómo esté configurada la geometría política: a favor de los arriba o los de abajo.

En Estados Unidos las mujeres son operadoras del complejo militar-industrial igual de eficientes que los varones (tanto las mujeres fálicas: Condoleezza Rice o Hillary Clinton, como Sarah Palin). Christine Lagarde es tan neoliberal como otros jefes del FMI y Angela Merkel es igualmente feroz en su austeridad (incluso su engañosa imagen de Mutti disfraza su impacto).

Del otro lado, en Argentina suceden cosas progresistas no porque Cristina Fernández sea mujer sino porque en su gobierno confluyeron demandas de diferentes sectores altamente politizados. En Honduras Xiomara Castro es una esperanza no por ser mujer sino por dar cabida a las exigencias transformadoras de movimientos sociales. Dilma Rousseff es una gran estadista, pero no más progresista que Lula.

La más obvia prueba de que lo que cuenta no es el género, sino el proyecto político, es Chile, donde en la segunda vuelta se medirán la socialista Michelle Bachelet y la pinochetista Evelyn Matthei. Dos mujeres, dos mundos opuestos.

Si gana Bachelet, seguro habrá avances en lo cultural: la ex presidenta (2006-2010) y ex jefa de la ONU-Mujer promete impulsar una ley de cuotas de equidad, el aborto terapéutico y los matrimonios igualitarios. No sería poco en un país tan conservador que apenas en 2004 legalizó el divorcio y prohíbe cualquier aborto, pero los verdaderos problemas no están allí.

Aunque hoy Bachelet promete eliminar los vestigios del pinochetismo (la Constitución, el sistema binominal), antes no hizo nada al respeto. Tampoco cuestionó el viejo modelo productivo basado en los infrasalarios y en la legislación laboral represiva. Ahora es poco probable que toque el patrón de acumulación, y habrá que ver en qué medida reformará los pilares del capitalismo chileno –el sistema de educación, salud y previsión–, donde se concentra la lucha de clases. Si garantizara, por ejemplo, la educación gratuita no será por ser mujer progresista, sino por la presión social. Pero incluso en un caso tan injusto como el sistema privado de pensiones –que de hecho también discrimina a las mujeres– apenas propone creación de una AFP estatal, sin tocar el modelo.

Frente a su programa lleno de vaguedades la propuesta más avanzada fue de un hombre (Marcel Claude), aunque la candidatura más subversiva fue de Roxana Miranda, líder popular de organización de vecinos, que no por ser mujer, sino por ser una mujer pobre que aspiraba al poder para que el pueblo mande, fue objeto de violencia simbólica: el mainstream criticaba su falta de preparación y redujo a esta pobre nana al nivel biológico, indagando por ejemplo su vida íntima, algo inimaginable con otras candidatas.

Hace más de 40 años, igual que hoy la izquierda cultural, la Unidad Popular creía ingenuamente que las mujeres eran mejores y que su activismo naturalmente era parte de la lucha por el socialismo, con lo que falló en politizar a este sector, dejándolo en manos de la derecha.

Así, la izquierda no debería descuidar el tema de género, pero tampoco atribuirle el valor que no tiene. Roxana Miranda resultó peligrosa para el círculo cerrado de poder –al que tienen acceso doña Michelle y doña Evelyn, hijas rubias de generales, pero ya no una morenita, hija de un obrero– no por ser mujer, sino por su conciencia y posición ideológica de una excluida del milagro chileno.

La condición necesaria para la emancipación de los de abajo –como bien apunta en este contexto Luis Martín-Cabrera– no es el género (o votar por una mujer), sino la descolonización del imaginario político en todos aspectos: género, raza, sexualidad, y en lo económico (Rebelión, 16/11/13). Una observación válida más allá de Chile.

* Periodista polaco