Opinión
Ver día anteriorMartes 12 de noviembre de 2013Ver día siguienteEdiciones anteriores
Servicio Sindicado RSS
Dixio
 
El uróboros
U

n profesor contempla cómo uno de sus jóvenes alumnos realiza una operación en su computadora, y obtiene un resultado inesperado: no es el que desea alcanzar. Nuestro pequeño actor repite la misma operación, pero vuelve a toparse con el mismo resultado inesperado y no querido. Insiste una y otra vez en este esfuerzo inútil e irrecusablemente obtiene el mismísimo resultado. Es un ejemplo menudo de lo que es simbolizado por el uróboros.

Ese bicho es un símbolo que toma la forma de un animal serpentiforme que engulle su propia cola y que configura, con su cuerpo, una forma circular. Como es sabido, simboliza el ciclo eterno de las cosas, también el esfuerzo eterno, o bien el esfuerzo inútil, ya que los hechos se repiten aunque los actores buscaran el cese de ese perpetuo zamparse la cola propia.

Mientras la experiencia del joven alumno puede representar un uróboros inocente y simple, hay un espécimen, a un tiempo arrogante, poderoso y torpe de uróboros: el neoliberalismo. Opera un conjunto de medidas, e irremediablemente fracasa; ama la piedra con la que una y otra vez se topa. ¿Hay razones para este amor aferrado?

Vivien A. Schmidt es titular de la cátedra Jean Monnet de la integración europea y profesora de relaciones internacionales y ciencias políticas, ambos cargos en la Universidad de Boston. Hace unos días se preguntaba en el Social Europe Journal: ¿Por qué las ideas del neoliberalismo son tan resistentes al cambio? Ella misma explora algunas respuestas: las ideas neoliberales, dice, son en gran parte responsables del auge y la caída de la economía en Estados Unidos y Europa (2007-2009). Pero “el puzzle más grande, dice, es la respuesta a la crisis de los países del euro que han abrazado la ‘disciplina de mercado’ a través de la austeridad y, al hacerlo, se han condenado a sí mismos a la parálisis o al decrecimiento económico”. Con ser ese resultado más que evidente, los dirigentes políticos de la Unión Europea no logran ponerse de acuerdo con lo que Schmidt llama “la forma inmoderada de la ‘Gran Moderación’”. Ya sabemos, el neoliberalismo implica la creencia en los mercados competitivos reforzados por el libre comercio mundial y la movilidad del capital, apoyado por un Estado pro mercado que promueve la flexibilidad del mercado laboral, que busca reducir al mínimo la dependencia del bienestar de las decisiones de Estado, mientras impulsa la mercantilización de la provisión de todo tipo de bienes públicos. Las consignas son la liberalización, la privatización, la desregulación y la delegación de funciones a instituciones diversas convirtiéndolas en organismos reguladores independientes, y los bancos centrales. De las piedras de toque, destacan la importancia de la responsabilidad individual, el valor de la competencia, y la centralidad de la repartición del mercado. El mantra neoliberal presenta al Estado como el eterno problema y el mercado como la solución, aún hoy, a pesar de que la crisis fue causada por los mercados, y no por el Estado.

Schmidt subraya el fracaso absoluto del neoliberalismo frente a la crisis, pero señala que de ese fracaso –tal como están las cosas en el mundo político y en la batalla de las ideas– no se sigue que esté de salida. Schmidt presenta una dilatada lista de hipótesis sobre la resistencia de la peste neoliberal, pero me interesa destacar una relacionada precisamente con la batalla de las ideas.

Es indispensable no perder de vista que el neoliberalismo ha sido el fracaso referido, para el conjunto de la sociedad y de la economía, pero ha sido también un éxito rotundo sin precedentes en el enloquecido enriquecimiento de las pequeñas pero dominantes élites del mundo. A veces resulta ingenuo echarles en la cara a los gobiernos que han abrazado al neoliberalismo a ultranza, el fracaso del mismo. Nunca se ha protegido, desde los gobiernos, tan férreamente, el inmenso éxito de los millonarios del planeta. Y son los que mandan.

Se trata de una acumulación de riqueza absurdamente inútil para la sociedad, pero absurdamente provechosa para el peripatético boato de los ricos del mundo que, no obstante, son de necesidad insaciables. No, no son palabras: son insaciables de modo contumaz y están condenados a serlo.

La fuerza del neoliberalismo proviene, en buena parte, de la naturaleza aparentemente de sentido común de sus argumentos. Por ejemplo, hace un llamamiento a la virtud de las finanzas utilizando la metáfora de la economía familiar, la extrapolación de la necesidad de equilibrar el presupuesto de la casa de uno a la necesidad de hacer lo mismo con el presupuesto estatal; esa idea, dice Schmitd, “puede resonar mejor a los ciudadanos de a pie que la proposición keynesiana, contraria a la intuición, de gastar más en un momento de altos déficit y deudas. En otros casos, el éxito neoliberal se puede atribuir a la reformulación de los problemas actuales, como convertir en crisis de la deuda pública, la que ha sido de origen de los bancos; a la narrativa sobre el despilfarro público como el principal problema, por lo que es preciso apretarse el cinturón de la solución, y a los mitos de los alemanes, según los cuales apretarse el cinturón es la única manera de evitar los riesgos de la hiperinflación de la década de 1920, haciendo caso omiso de los riesgos de deflación y el desempleo de la década de 1930 que llevaron al ascenso de Hitler.