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Morelia 2013: una cosecha formidable
L

os frutos se hicieron esperar, pero finalmente están ahí, a la vista, maduros, insoslayables. Una nueva generación de realizadores mexicanos, tanto de ficción como de documentales, justifica hoy con creces la manida noción mediática de un nuevo cine mexicano. Esta generación ha crecido y madurado con estímulos fiscales para la producción y al amparo de los festivales que le han permitido esa gran visibilidad que las carteleras comerciales le escatiman; también lo ha hecho a contracorriente de las fórmulas gastadas del cine comercial mexicano y de las modas genéricas que en Hollywood consagran a Alfonso Cuarón, González Iñárritu y Del Toro, nuestros talentosos braceros de lujo.

Hasta hace poco, el documental compensaba generosamente en México por las inercias de un cine de ficción con temáticas y propuestas estilísticas poco originales. Esta situación parece cambiar ahora de modo acelerado, el documental se consolida y el cine de ficción muestra una vigorosa renovación artística.

En sólo 10 años, el Festival de Cine Internacional de Morelia se ha vuelto punto de encuentro indispensable de los talentos emergentes que han encontrado en él una acogida generosa y cálida, una óptima organización, y sobre todo un criterio inteligente y sensible para valorar la importancia y novedad de las obras presentadas. Trabajos como el de Fernando Eimbcke, por ejemplo, quien propone en Club sandwich el emotivo e hilarante relato de una difícil maduración sentimental, centrándolo no en sus dos jóvenes personajes, sino en la madre de uno de ellos, posesiva e insegura, quien con jocosa adolescencia prolongada está a punto de asfixiar el desarrollo de su hijo imponiéndose artificialmente como amiga suya e improbable compañera de juegos. La comedia del también director de Temporada de patos es redonda.

Otra comedia estupenda es Los insólitos peces gato, de Claudia Sainte-Luce, nuevo relato de aprendizaje sentimental, con una joven huérfana que descubre las bondades de la solidaridad afectiva a lado de una familia que colectiva y desordenadamente atiende a su madre en condición de enferma terminal. Una fina mezcla de drama y humorismo jovial aborda con pudor y buen tino un tema delicado. Estas cualidades son precisamente las que apenas cuajan en la comedia Paraíso, de Mariana Chenillo (Cinco días sin Nora), donde los desencuentros de una pareja en terapia compartida contra la obesidad, desembocan en situaciones previsibles y anticlimáticas. Un nuevo relato de formación sentimental, Somos Mari Pepa, de Samuel Kishi Leopo, combina la confusión sexual juvenil, el frenesí de crear una banda musical, y los engorrosos cuidados de una abuela por parte de un adolescente inquieto, todo con una gracia inusitada. Una eficaz opera prima de un joven talento tapatío.

En el terreno de la propuesta dramática el panorama es también estimulante. Una cinta poderosa, La jaula de oro, de Diego Quemada-Díez, propone el itinerario de tres amigos adolescentes guatemaltecos y un joven indígena mexicano a bordo de La Bestia, tren cargado de indocumentados y objeto de diversos relatos sobre la inmigración ilegal en México. Los sueños juveniles despedazados, la realidad que se empecina en transformar en pesadilla la aspiración de una vida mejor, la corrupción y el crimen, la solidaridad y un vibrante elogio de la amistad, hacen de esta cinta un acierto memorable y una favorita para la premiación final.

En otro registro, González, de Christian Díaz Pardo, es una escalofriante incursión en el mundo del fanatismo religioso y de la red de mafiosos que lucran con él en templos evangélicos. El protagonista (un Harold Torres formidable), golpeado por la crisis y el desempleo, atraviesa este infierno de la charlatanería de un modo que pareciera tributo a dos películas emblemáticas, Taxi driver y El rey de la comedia (ambas de Martin Scorsese y estelarizadas por Robert de Niro).

Una mención aparte merece Workers, de José Luis Valle (Las búsquedas), retrato irónico, impiadoso, de personajes grises que de modo casi buñueliano descubren las tentaciones de la concupiscencia y el colapso de todo impulso de solidaridad humana. Otra revelación es el primer largometraje de David Pablos, La vida después, vigoroso relato con tintes bíblicos, sobre dos hermanos que buscan el paradero de su madre desaparecida; tan opuestos como Caín y Abel, portando el mayor una marca de fatalidad en la piel, y el más joven (Américo Hollander, brillante) toda la determinación para escapar al ominoso destino que se cierne sobre la familia. Completan el panorama dos largometrajes, por debajo de los mejores logros de sus realizadores: A los ojos, de Michel Franco (Después de Lucía), y Manto acuífero, de Michael Rowe (Año bisiesto), y dos obras muy interesantes, pero de menor calibre dramático, Penumbra, de Eduardo Villanueva, y Las horas muertas, de Aarón Fernández. En su conjunto, esta cosecha de buen cine mexicano de ficción es sin duda la mejor en muchos años.

Twitter: @CarlosBonfil1