Directora General: Carmen Lira Saade
Director Fundador: Carlos Payán Velver
Domingo 22 de septiembre de 2013 Num: 968

Portada

Presentación

Bazar de asombros
Hugo Gutiérrez Vega

Intimidad
Raymond Carver

En una plaza de Tánger
Marco Antonio Campos

La otra mitad
de Placencia

Samuel Gómez Luna

Los rostros del
padre Placencia

Alfredo R. Placencia
a la luz de la poesía

Jorge Souza Jauffred

El indio y los Parra
Vilma Fuentes

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Columnas:
A Lápiz
Enrique López Aguilar
Jornada Virtual
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Artes Visuales
Germaine Gómez Haro
Bemol Sostenido
Alonso Arreola
Paso a Retirarme
Ana García Bergua
Cabezalcubo
Jorge Moch
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Intimidad

Raymond Carver

Edvard Munch, Amantes de la playa II,1895

Debo atender algunos asuntos por el oeste, así que me detengo en el pequeño poblado donde vive mi exesposa. No nos hemos visto en cuatro años, pero cuando aparecía algo mío o escribían sobre mí en algún periódico o revista –una reseña o entrevista– se las enviaba. Ignoro por qué, excepto por la idea de que podían interesarle. En todo caso nunca me respondió.

Son las nueve de la mañana y no la he prevenido; ciertamente no sé lo que voy a encontrar.

Ella me recibe, sin embargo, ni siquiera parece sorprenderse. No nos saludamos de mano y mucho menos de beso. Me conduce a la sala y apenas tomo asiento me ofrece café. Luego comienza a decirme lo que trajina en su mente. Dice que le provoco angustia, que la he hecho sentirse expuesta y humillada.

No se equivoquen: he vuelto a casa.

Muy pronto comenzaste a traicionarme, dice. Siempre te hizo sentir bien traicionar. No, no es verdad, no al principio, en todo caso. Entonces eras diferente. Supongo que yo también era diferente. Todo era diferente. Tenías entonces treinta y cinco o treinta y seis, cuando haya sido, por esas fechas, pero al mediar los treinta, empezaste. Te volviste contra mí. Lo hiciste muy bien. Debes sentirte orgulloso.

A veces quisiera gritar, dice.

Desearía que yo olvidara los malos momentos, los tiempos difíciles, cuando me refiero a aquella época. Cita los buenos tiempos, ¿acaso no los hubo?, me dice. Quiere que olvide aquel otro tema, está cansada, harta de escuchar hablar de él. Tu caballito de batalla, dice. Lo hecho, hecho está. ¿Una tragedia? Sí, Dios sabe que fue una tragedia y más que eso. ¿Pero a qué seguir? ¿No te agota escarbar ese viejo cuento?

Por Dios, olvida el pasado, esas viejas heridas, dice. Debes tener algunas otras flechas en tu aljaba, de seguro.

¿Te digo una cosa...?, dice, creo que estás enfermo. Pienso que estás loco de remate. ¿No te crees las cosas que van diciendo por ahí de ti, no es cierto? No las creas ni por un instante. Mira que yo podría decirles una o dos cosas. Que me pregunten a mí si quieren saber de veras.

¿Me escuchas?, dice.

Te escucho, le digo, soy todo oídos.

Las que he tenido que pasar, infeliz, dice, y por cierto, ¿quién te invitó a venir? Por supuesto que no fui yo. Nada más te apareces y entras. ¿Qué diablos quieres de mí? ¿Sangre? ¿Quieres más sangre? Creí que ya te habías hartado.

Piensa que estoy muerta. Quiero que me dejes en paz. Todo lo que deseo es vivir en paz, que me olvides. Tengo ya cuarenta y cinco años entrados a cincuenta y cinco o sesenta y cinco... Vete por favor.

¿Por qué no haces borrón y cuenta nueva? A ver qué te resulta. ¿Por qué no comienzas una nueva cuenta? Cala a ver hasta dónde llegas, dice.

Eso la hace la reír y yo también me río, pero de nervios.

¿Sabes una cosa?, dice, una vez yo también tuve la oportunidad pero la dejé pasar. Así nomás, la dejé pasar. No creo habértelo contado nunca. Pero ahora mírame. ¡Mira! Mira bien mientras puedes... Me botaste sin más, hijo de puta.

Entonces yo era joven, dice, y una mejor persona. A lo mejor tú también. Mejor persona, quiero decir. Tenías que serlo. Eras mejor entonces o nunca habría tenido nada que ver contigo.


Edvard Munch, Separación,1896

Te quise mucho. Te quería con frenesí, dice. De veras. Más que a nada en todo el ancho mundo. ¿Te imaginas? Ahora me produce risa, es increíble, ¿no? Estuvimos tan unidos en aquella época que en la actualidad no puedo darle crédito. Creo que eso es lo más peculiar de todo: el recuerdo de tanta intimidad con alguien. Fuimos tan íntimos que ahora me produce náusea. No concibo ese grado de intimidad con alguien. No he vuelto a tenerla.

Francamente, y lo digo en serio, de ahora en adelante quiero que me excluyas de todo, dice. ¿Quién te crees, de todos modos? ¿Piensas que eres Dios o qué? No mereces ni lamerle los zapatos a Dios, ni a nadie más, para el caso. Señor, usted se ha enredado con la gente equivocada. ¿Pero qué sé yo? Ya ni siquiera sé qué sé. Sé que no me gusta lo que vas contando por allí. Eso lo sé. Sabes a qué me refiero, ¿no es cierto?

Cierto, muy cierto, le digo.

¿Me vas a dar la razón en todo, no? Te rindes muy fácil, siempre fue así. No tienes escrúpulos, ninguno. Cualquier cosa con tal de evitar líos. Pero eso no viene al caso.

¿Recuerdas la vez que te amenacé con el cuchillo? 

Lo dice como al paso, como si no tuviera ninguna importancia.

Vagamente, le digo. Seguramente lo merecía, mas no recuerdo bien. Pero sigue, cuéntalo tú.

Ahora comienzo a entenderlo, dice, creo saber por qué has venido. Sí, sé por qué estás aquí, aunque quizás tú no lo sabes. Porque eres un farsante. Tú sabes por qué has venido. Andas de caza, viendo a ver qué material pescas. He adivinado, ¿no?

Cuéntame lo del cuchillo, le digo.

Si te interesa saberlo, lamento no haberlo usado, dice. En verdad me arrepiento. Lo he pensado una y otra vez y lamento no haberlo usado. Tuve la oportunidad, pero dudé. Dudé y perdí, como aseguran por ahí. Debí haberlo usado y al carajo con todo. Si por lo menos te hubiera dado un tajo en el brazo, al menos eso.

Bueno, no lo hiciste, le digo. Creí que me ibas a lastimar pero no fue así. Logré quitártelo.

Siempre has tenido suerte, dice ella. Me lo quitaste y enseguida me abofeteaste. Todavía lamento no haber usado ese cuchillo aunque fuera un poco. Una pequeña herida habría bastado para que me recordaras.

Recuerdo muchas cosas, le digo, y al momento me arrepiento de haberlo dicho.

Amén, hermano, dice ella. Ese es el meollo del asunto, por si no lo habías advertido. Ese es precisamente el problema. Pero en mi opinión, como he dicho, tú recuerdas las cosas malas, recuerdas bajezas, cosas vergonzosas. Por eso es que te interesaste cuando mencioné el tema del cuchillo.

Me pregunto si alguna vez has tenido remordimiento, dice. Para lo que vale eso hoy día. No mucho, supongo. Aunque tú debes ser ya un especialista a estas alturas.

Remordimiento, le digo, no me importa mucho para ser sincero. Remordimiento no es una palabra que use con frecuencia. No existe en mi vocabulario, admito que mi visión es la parte oscura de las cosas. Algunas veces al menos. ¿Pero remordimiento?, creo que no.

Eres un verdadero hijo de puta, dice, ¿lo sabías? Un cruel y despiadado hijo de puta. ¿No te lo había dicho nadie?

Tú, muchas veces, le digo.

Yo siempre digo la verdad, dice ella, aunque duela. Nunca me sorprenderás en una mentira.

Abrí los ojos hace mucho tiempo, dice, pero ya era tarde entonces. Tuve mi oportunidad y la dejé escapar entre los dedos. Por algún tiempo creí incluso que regresarías. ¿Por qué iba a creerlo de todos modos? Debí haber perdido el juicio. En este momento podría llorar, pero no te daré esa satisfacción.

¿Sabes qué?, dice, creo que si cogieras fuego, si tu cuerpo ardiera en llamas en este momento ni siquiera te arrojaría un balde de agua.

Se ríe y enseguida vuelve a ponerse seria.

¿Qué diablos haces aquí?, dice, ¿quieres escuchar más?, podría continuar por días. Creo saber por qué has venido, pero quiero escucharlo de ti.

Al ver que no respondo, que sigo allí sentado y quieto, ella continúa.

Después de aquello, dice, cuando te fuiste, ya nada me importó. Ni los niños, ni Dios, ni nada. Era como si no supiese qué me había atacado, como si hubiese dejado de vivir. Mi vida había transcurrido regular, normalmente y de pronto se detuvo, no sólo se detuvo, sino que se extravió. Creí que si no valía nada para ti, tampoco valía nada para mí misma o para nadie más. Esa fue la peor sensación. Creí que mi corazón iba a reventar. ¡Qué digo! se rompió, claro que se rompió, así sin más. Aún sigue roto, si te interesa saberlo. Allí tienes en resumen lo que sucedió. Puse todos los huevos en un canasto, como dicen por ahí. Todos los huevos podridos en un canasto.

¿Conociste a alguien más, no?, dice. No te tomó mucho tiempo. Y ahora eres feliz, es lo que se dice de ti: ahora es feliz. Escucha: leo todo lo que me has enviado, ¿pensabas que no lo haría? Mire que lo conozco, señor, siempre lo conocí, entonces y ahora. Te conozco por arriba y por abajo, nunca lo olvides. Tu alma es una selva, un bosque oscuro, un basurero, por si quieres saber... Que me pregunten a mí si desean saber. Yo sé cómo eres. Nada más que me pregunten y yo les daré un pormenor. Yo lo padecí. Luego me exhibiste y ridiculizaste en tus escritos para que cualquiera me compadezca o juzgue. Pregúntame si me importó, pregúntame si me avergonzó, anda, pregunta.   

No, le digo, no voy a preguntar. No entraré en eso.

¡Claro que no!, dice, y sabes bien por qué.

Cariño, dice, sin ofender a veces creo que podría pegarte un tiro y observar cómo te mueres.

¿No puedes mirarme a los ojos, verdad?, dice.

Ni siquiera puedes mirarme a los ojos mientras te hablo, dice literalmente.

De acuerdo; entonces la miro a los ojos.

Bien, muy bien, dice, ahora comenzamos a entendernos, al parecer. Así está mejor. Se puede decir mucho de tu interlocutor por su mirada, todo mundo sabe eso. Pero ¿sabes algo más? Nadie más en el mundo te diría esto, salvo yo. Tengo derecho. Me gané ese derecho, cariño. No eres quien tú te piensas. Es la pura verdad. Mas preguntarán que yo qué sé, en cien años podrán decir ¿y quién era ella?

En cualquier caso, dice, me has confundido con otra persona. Ya ni siquiera tengo el mismo nombre. Ni el nombre con el que nací, ni el de casada contigo, ni siquiera el que tenía hace dos años. ¿Qué significa esto? ¿Qué diablos significa todo esto? Escúchame: quiero que me dejes vivir en paz por favor. No es un crimen.

¿No tenías que ir a algún sitio?, ¿un avión que tomar?, dice, ¿no deberías estar muy lejos de aquí ahora mismo?

No, le digo y lo repito. No tengo que ir a ninguna otra parte.

Entonces hago un movimiento. Extiendo mi mano y tomo la manga de su blusa entre mi índice y mi pulgar. Eso es todo. Nada más la toco y enseguida retiro mi mano. Ella no se aparta ni se mueve.

Y hago esto enseguida: me pongo de rodillas, así, grande como soy, y tomo el dobladillo de su vestido. ¿Qué hago en el piso?, me gustaría saberlo, pero sé que es donde debo estar, y ahí sigo sobre mis rodillas, sosteniendo el dobladillo de su vestido.

Ella se queda inmóvil por un instante, pero un momento después dice: ya está bien, tonto. A veces eres tan bobo. Levántate, te ruego que te levantes. Ya está bien, lo he superado. Me tomó tiempo. ¿Qué esperabas? ¿Que nada pasaría? Luego te apareces en la puerta y renace el martirio. Tenía necesidad de ventilarlo. Pero tú sabes tanto como yo que se acabó.

Por mucho tiempo estuve inconsolable, dice. Inconsolable. Anota esa palabra en tu libreta. Por experiencia te aseguro que es la palabra más triste del idioma. Mas sea como fuere ya lo superé. El tiempo es un caballero, ha dicho un sabio. O a lo mejor fue una vieja amargada, uno o la otra, qué importa quién.

He vuelto a la vida, dice. Es una vida diferente de la que tuve contigo, pero creo que no es necesario comparar. Es mi vida y lo importante es que debo estar consciente de eso conforme envejezco. No te sientas tan mal. Quiero decir, está bien sentirse un poco mal quizás. No te hará daño, es de esperarse después de todo, incluso si no eres capaz de arrepentirte.

Es hora de que te levantes y te marches, me dice. Mi esposo llegará pronto a almorzar. ¿Cómo podría explicarle esto?

Es absurdo pero aún sigo de rodillas sosteniendo el dobladillo de su vestido. No puedo soltarlo. Como si fuera un terrier, como si estuviera pegado al piso, como si no pudiera moverme.

Levántate ya, me dice. ¿De qué se trata? ¿Quieres todavía algo de mí? ¿Qué quieres? ¿Que te perdone? ¿Es por eso que haces esto? Es por eso, ¿verdad? Es el motivo por el que viniste hasta aquí. El asunto del cuchillo te reanimó un poco, ah. Creí que lo habías olvidado. Pero me necesitabas para recordártelo. Te diré algo para que te vayas.

Estás perdonado, dice.

¿Satisfecho? ¿Te sientes mejor? ¿Feliz ahora? Ya se siente contento el señor, dice.

Pero yo sigo ahí, arrodillado en el piso.

¿Escuchaste lo que te he dicho? Tienes que irte. No seas bobo, te he dicho que te perdono. Hasta te he recordado lo del cuchillo. Ya no sé qué más puedo hacer. La supiste hacer, criatura. Vamos, debes marcharte, levántate. Así está bien. Aún eres un niñote. Aquí tienes tu sombrero, no lo olvides. No usabas sombrero, nunca antes te vi con sombrero.

Escucha, me dice. Mírame y escucha atentamente lo que voy a decirte. Se acerca a sólo unas tres pulgadas de mi cara. Hace mucho tiempo que no estábamos así de cerca. Respiro quedamente para que ella no lo advierta y aguardo. Mi corazón late más despacio, creo.

Cuéntalo como creas que debes y olvida lo demás. Como siempre. Lo has hecho por tanto tiempo de todos modos que no te costará trabajo.

Bueno, está hecho. Eres libre, ¿no es cierto? Al menos piensas que lo eres. Al fin, libre. Es una broma, mas no te rías. De todos modos te sentirás mejor, ¿no?

Me acompaña por el pasillo.

No se me ocurre cómo podría explicarle a mi marido si apareciera en este momento, dice. Pero a quién le importa, ¿verdad? En última instancia, a nadie le importa ya. Además, creo que todo lo que podría ocurrir ya ha pasado. Se llama Fred, por cierto, es un hombre bueno y trabajador. Se preocupa por mí.

Me acompaña a la puerta, que ha estado abierta todo el tiempo. La misma puerta que ha permitido la entrada de aire fresco durante la mañana igual que ruidos de la calle, y que nosotros hemos ignorado. Miro afuera y, Dios mío, hay una luna blanca que cuelga en el cielo matutino. No recuerdo haber visto jamás algo tan admirable. Pero temo hacer un comentario. Lo temo. No sé qué podría pasar. Podría echarme a llorar incluso. O no entender nada de lo que digo.

Quizás vuelvas alguna vez, quizás no, me dice. Lo de hoy se olvidará, lo sabes. Muy pronto comenzarás a sentirte mal de nuevo. A lo mejor da para un buen relato, dice, pero de ser así no me gustaría saberlo.

Me despido y ella no dice nada. Observa sus manos y luego las mete en los bolsillos de su vestido. Sacude la cabeza. Entra a casa y esta vez cierra la puerta.

Me alejo por la acera. Unos niños juegan con una pelota al final de la calle. Pero no son mis hijos ni los de ella tampoco. Hay hojas por todas partes, hasta en las cunetas. Montones de hojas secas por todas partes es lo que veo. Caen de las ramas mientras avanzo. No doy un paso sin que mi zapato no pise sobre hojas. Alguien debería ocuparse de esto. Alguien debería traer un rastrillo y ocuparse de esto.

Traducción de Leandro Arellano