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A la mitad del foro

Rehacernos o deshacernos

N

oche del Grito. Fiesta popular, instante de unidad en la Plaza de la Constitución, en el Zócalo que nunca se erigió para sostener la estatua ecuestre de Carlos IV, El Caballito de la voz popular y el fallo anatómico que hizo notar La Güera Rodríguez al develarse la estatua ecuestre. Grito de Independencia, del nacimiento de nuestra nación, de la patria generosa en la que la esclavitud fue proscrita para siempre, donde sería libre todo aquel que pisara su territorio, declararía Miguel Hidalgo y Morelos lo ratificaría en los Sentimientos de la Nación.

Noche para el orgullo, para celebrar la proeza de la soberanía, de la insurgencia y la República restaurada por la generación de la Reforma, de la revolución que incorporó los derechos sociales a las garantías individuales establecidas en la Constitución de 1857. Y las reformas agraria y laboral. Y el arduo esfuerzo por consolidar el Estado mexicano moderno, el imperio de la ley, la incesante búsqueda de la justicia social. Y el contrapunto amargo de la desigualdad, de la pobreza de la mayoría y la riqueza concentrada en pocas manos. Mañana, el desfile militar, a cien años de haberse constituido el Ejército Mexicano, el Ejército de la Revolución Mexicana, gracias a la decisión inquebrantable de Venustiano Carranza que disolvió al Ejército federal. Y al firme carácter y disciplina del general Joaquín Amaro, el yaqui que hizo un ejército del pueblo en armas.

La noche del Grito no cesa. Los de abajo reivindican la mexicanidad, el sentimiento gregario, la memoria histórica y el orgullo de sobrevivir contra todo y contra todos. En el balcón central de Palacio cada presidente de la República invoca a los héroes que nos dieron patria y libertad. Cambian algunos nombres. Y alguno ha incluido a personajes ajenos al instante que se conmemora. Pero al empuñar la bandera y hacer repicar la campana de Dolores, al recibir el impacto del grito colectivo de los de abajo, cada uno de ellos siente el peso del compromiso contraído, del mandato popular, del inmenso significado de haberse depositado en su persona el Supremo Poder Ejecutivo de la Unión. Nada cambia en el ánimo de los que acuden con los hijos a gritar ¡Viva México! Arriba, en los balcones por los que asoman los notables y cortesanos de turno, aparece la confusión de sentimientos: el orgullo de estar ahí, la orwelliana convicción de que todos somos iguales, pero unos somos más iguales que otros.

Y al desmadejarse el tejido social, al polarizar la vida pública y reducir la vida privada a la defensa de los intereses, a hacerse del dinero y del poder en la que alguna vez fue o buscó ser una sociedad de clases y hoy avanza apresuradamente hacia una sociedad de castas, la violencia que impera ya ensangrentó una noche del Grito en Morelia, Michoacán, ya ha visto ceder la plaza el miedo, temor al escándalo más que a la barbarie, para irse a Dolores Hidalgo. Gritos de impotencia frente a los gritos del caos anarquizante, o los de víctimas de atentados criminales. Este mes de septiembre ha desatado la confrontación al no haberse llevado la difusión de los motivos, méritos y metas de la reforma educativa a cada sección, a cada centro de trabajo. Y las movilizaciones rituales se multiplicaron, sumaron a los radicales de la CNTE y a muchos del SNTE.

Las marchas, los bloqueos y todas las estrategias de protesta, más para hacerse sentir, para enfrentar a los de arriba con la realidad en la que tienen que actuar, para gobernar, para conservar los privilegios del poder económico, se hicieron presentes en la ciudad de México. En la capital de la República, sede de la visión progresista y liberal de las izquierdas que se hicieron del gobierno a nombre de la mayoría, de los pobres, de los marginados. Los radicales, los escindidos del SNTE, progresistas atrapados por logros arrancados al poder al tomar la calle, por acuerdos bajo las mesas de negociación, por las concesiones, prebendas y dinero cedidos por gobernadores timoratos, paralizaron la ciudad capital, territorio de leyes libertarias, plataforma única de las llamadas izquierdas. Hay que reconocer la contención y disciplina del jefe de Gobierno, Miguel Ángel Mancera, pero ¿nadie se preguntó a quién favorecía en el ánimo ciudadano la parálisis capitalina, la toma del Zócalo?

El viernes pasado desalojaron la Plaza de la Constitución. La Policía Federal rodeó la zona y esperó pacientemente el resultado de las negociaciones de los líderes del magisterio y los funcionarios del Distrito Federal y los de la Secretaría de Gobernación. Hoy, más que nunca, ministerio del interior, secretaría a la que le han devuelto los dientes, el poder de las armas, ser conducto único para ejercer el monopolio de la fuerza legal. La policía avanzó, avasalló a los que se resistían a abandonar la plaza, pieza clave en el juego de presiones para hacerse sentir, así como símbolo valioso para quienes de entre ellos mantienen la fe en la confrontación cotidiana, en la lucha de clases, en el camino que se perdió con la disolución de la Unión Soviética y la caída del Muro de Berlín. No hubo el derrame de sangre que anunciaban los intelectuales inorgánicos de la democracia sin adjetivos. Pero la operación limpia dejó vía libre a los sedicentes anarquistas, los endemoniados de nuestras tres décadas de crisis.

Éste ha sido año de angustias económicas, de contracción inexplicable del gasto público, en medio y a pesar del pacto que permitió recuperar la política parlamentaria, el debate y aprobación de reformas constitucionales; hacer política y resolver las diferencias para lograr acuerdos en lo esencial, reconocer el dominio de la mayoría y respetar las decisiones de las minorías. Ya está en el Congreso la iniciativa de reforma hacendaria. El desplome que, según Luis Videgaray, técnicamente no es recesión, movió a los que propusieron poner al país en movimiento. No hubo IVA para medicinas y alimentos. Los de arriba, consejo de hombres de negocios, la patronal que en sus orígenes se asumió sindicato de patrones, manifestaron su disgusto por la opción de favorecer los cambios al ISR, aumento a los de mayores ingresos, y no al impuesto directo.

La dura realidad impuso disolver el método de la consolidación, recurso de las grandes corporaciones para reducir las utilidades de la empresa principal sumándole las pérdidas de sus empresas subsidiarias, favorecidos por la inexistente regulación para eludir impuestos. La desaparición de algunos privilegios, junto con la sorpresa de imponer un impuesto de 10 por ciento a las operaciones en la bolsa, obliga a reconocer el sorpresivo giro en favor de una política anticíclica, a incrementar el ingreso y usar el gasto público para el crecimiento de la economía y la creación de empleos. Crecer para crear empleos. Y topamos con la herética decisión de no obedecer el dogma del cero déficit.

Se van a endeudar, gritaron los de la cúpula empresarial y los panistas de ensoñación decimonónica. Polvos de aquellos lodos, de la llamada docena trágica. Y la oposición a ultranza hace que compartan coyunda los capitalistas cupulares y los que alguna vez militaron en la izquierda, sea del nacionalismo revolucionario o del socialismo realmente existente.

Mal augurio el que ambos se opongan al aumento a los impuestos a quienes ganan más de 40 mil pesos mensuales, y al cobro de IVA a las escuelas privadas, que afecta a la clase media, dicen. Clericales o liberales no alteran el pulso de quienes están en extremos opuestos en lo que hace a la rectoría del Estado en la educación pública, gratuita y laica.