l tiempo es un regalo. Es una invitación para escribir, para escribirnos. Nuestras manifestaciones, nuestras iluminaciones, nuestras revelaciones. Aquellas que podamos encontrar, que podamos crear, que podamos ver juntos. Hoy me di cuenta que hace 25 años murió Ricardo Barthelemy. Es mucho, es un suspiro, es el tiempo de una conversación y sus veredas.
La gramática de mi relación con el bosque que –como cualquiera de las grandes pasiones– siempre es misteriosa, se mantiene gracias a una permanente plática con Ricardo en la que nuestros pasos se sostienen en permanente intercambio de miradas, de silencios, de desconcierto compartido, de lúcido júbilo, de instantes de serenidad. Caminar construyendo una vereda que a un tiempo se traza en singular y en plural, desbrozando maleza resbalándonos, descansando en los valles, esperándonos en las barrancas, acompañándonos en las cuestas, conversando, conversando, conversando, es la manera como aprendí a soñar mi futuro.
Es un futuro casero. Fue mirado, pasado a palabras, trazado en borrosas líneas en innumerables casas de todos los rumbos de nuestra geografía. Antes que en ninguna, en casa de Ricardo Barthelemy en donde, en el seno de una tertulia ininterrumpida, mientras se cocinaba, se comía, o se preparaban materiales de trabajo, compartíamos afanes, preguntas y emociones despertadas en nuestras jornadas por los caminos del bosque.
La situación se repetía en la vieja casa de unos permanentes amigos en la que se decía que había pasado una noche el mismísimo Miguel Hidalgo y en la que la conversación versaba sobre las peculiares formas de la vida campesina de esos parajes mientras escuchábamos las voces que salían de las paredes del cine vecino y tratábamos de adivinar si eran de Burt Lancaster en Veracruz o de Clint Eastwood en Por un puñado de dólares.
Sobre todas las cosas, ese esbozado futuro es casero porque en casa de hombres y mujeres del bosque de la Meseta Purépecha nos acogieron, nos invitaron a pasar y compartieron con nosotros los signos y los significados de su vida, repartiendo sus historias y sus sueños. Todos ellos son devotos de su presente y de su pasado y trabajan la tierra, la madera, la palma, los tejidos, la semilla, la música, el barro, para narrar en ellos los eventos fundamentales de su vida. Allí aprendí que conversar para salvar es la divisa. Allí se crea el sueño para después inventarle las palabras. Y en el ocaso, después de los trabajos y los días, los hombres y mujeres del bosque no dejan marchitar la memoria ni los sueños.
A esos caminos llegó Ricardo Barthelemy a compartir casi dos décadas de su vida e hizo, ahora lo sabemos, su mejor retrato. En él, en Ricardo, nunca quedaron mejor las palabras de Da Vinci cuando dice que el hombre es lo que mira, lo que aloja su mirada
. Y es que Ricardo fue, es fotógrafo. En sus fotos pasa del mundo material al imaginario tejiendo puentes instantáneos. Veía a la fotografía como una tarea vital, como una posibilidad de expansión de la experiencia y del goce.
Sorprenden sus fotos porque despiertan el recuerdo, resuenan en nosotros, abren la sugerencia y nos hacen descubrir las rimas de un mundo en el que, en un parpadeo, se pasa de lo personal a lo universal. Y viene a cuento la frase de Leonardo porque la fotografía, durante años, quiso ser pintura, sin darse cuenta que, como nos lo ha enseñado John Berger, su ámbito es otro, que su resonancia mueve otros resortes en nosotros. La fotografía, siendo huella, tiene más afinidad con el tiempo.
Los retratos de Ricardo son la materialización del arte de la biografía. En ellos está grabada la vida de los hombres y mujeres como una alegoría continua en la que al través de un sombrero, de la lluvia en el valle, de una mirada, de una sonrisa, los otros hombres y mujeres podemos ver el misterio de sus vidas; vidas soñadas, figuradas. Compartirlas en el tiempo.
Ricardo Barthelemy acepta a cada instante el desafío de una mirada y la convierte en palabras de una conversación, en memoria de vida. Sus fotos son tiempo conversado, partículas de luz en una enorme oscuridad
. Son bosque. Memoria. Tiempo ido, tiempo vivido. Futuro soñado. Sueño que nos invita a abrir los ojos a la aurora y, anclados a la memoria, alcanzar a vivir, en permanencia, en la nostalgia del futuro.
Para Alfredo López Austin, por su magisterio
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