Opinión
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38 Festival Internacional de Cine de Toronto
El fin del mundo... cinematográfico
T

oronto, 6 de septiembre. Para abrir el maratón de proyecciones no hay nada como empezar por el final. Así, la primera película elegida fue La última película, precisamente.

Dirigida por el filipino Raya Martin y el crítico canadiense Mark Peranson, esta peculiar rea lización pretende ser muchas cosas. Entre ellas, ser experimental y salirse totalmente de los caminos de la narración convencional. Pero, ante todo, presume de modo socarrón de ser la última película filmada en celuloide, coincidente con la fecha –el 21 de diciembre del año pasado– en que se supone ocurriría el Apocalipsis, según las predicciones mayas.

El esfuerzo también intenta ser una paráfrasis de The Last Movie, la fracasada película que Dennis Hopper, en un estado totalmente pacheco, filmó en Perú. Por eso, la acción se sitúa en Yucatán y sigue a un director de cine (Alex Ross Perry) que, en efecto, desea filmar la última película, con la ayuda de un guía mexicano (un escéptico Gabino Rodríguez) y habla a cámara sobre el significado actual que tiene filmar. Al mismo tiempo, Martin y Peranson se divierten jugando con la forma misma.

La película arranca con una serie de patrones para ajustar la imagen, dispuesta de forma estroboscópica (y no recomendable para epilépticos). Luego alterna entre el formato de 16 mm.y el de súper 8, con constantes cambios de textura. Hay escenas faltantes marcadas con un letrero de escena faltante. Y hay un punto en que la cámara literalmente se pone de cabeza para filmar las pirámides de Chichen Itzá y sus turistas al revés.

Ya puesta en su debido lugar, la cámara registra la parte más chistosa de la película: cuando el supuesto director se burla de todos los jipis místicos que se han reunido alrededor de las pirámides mayas para ejecutar cantos y bailes (así de rara es la gente). Otro momento muy gracioso es cuando Perry y Rodríguez, en medio de un pantano en el crepúsculo, se cuestionan sus propios papeles. Esta película no tiene sentido, sentencia el segundo.

Lo curioso del caso es que La última película tiene demasiados sentidos que convergen en un cuestionamiento del estado del cine actual. Esta coproducción entre Canadá, Dinamarca, Filipinas y México (a través de la productora Canana) no es, desde luego, para todo público. Un espectador convencional quizás acabaría mentando madres. Pero merece la pena difundirse por el circuito de festivales a donde pertenece.

Meritoria en un sentido diferente resultó El verano de los peces voladores, debut promisorio de la chilena Marcela Said, que se centra en la figura de una adolescente de familia acaudalada que posee una finca al sur de Chile, donde hay una tensión permanente con los indios mapuches, que reclaman sus derechos sobre las tierras. La protagonista vive el conflicto de atestiguar cómo su padre no respeta dichos derechos y, a la vez, sufre el desencanto del primer amor.

Influida sin duda por la argentina Lucrecia Martel, la cineasta no describe las situaciones de modo lineal, sino crea una atmósfera inquietante entre imágenes y sonidos que insinúan una violencia latente.

Una violencia mucho más palpable se aprecia en Les salauds (Los bastardos), de la siempre interesante Claire Denis, quien narra una turbulenta y oblicua historia sobre cómo una familia parisina es destruida por influencia de un torvo industrial (idéntico al ex papa Benedicto XVI, no sé si sea intencional), dentro de una intriga sórdida que incluye la venganza, la ruina económica y la obsesión enfermiza por el sexo. Estrenada en Cannes en Un certain regard, la película merecía haber estado en la competencia, como argumentaron muchos en su momento.

Como es costumbre, las funciones de Prensa e Industria son supervisadas por el usual ejército de voluntarios que se desviven por ser amables y serviciales. Uno hasta se aturde con tanta amabilidad. El lado cruel del TIFF se manifiesta por otro lado, cuando programa al mismo tiempo varios títulos de interés.

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