Opinión
Ver día anteriorDomingo 11 de agosto de 2013Ver día siguienteEdiciones anteriores
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Heli
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Fortograma de la cinta de Amat Escalante que captura la indefensión ciudadana ante el problema del narco
L

os saldos trágicos de una estrategia fallida. Resulta azaroso abordar en el cine el tema de una guerra contra los cárteles de la droga que sólo ha conseguido aumentar exponencialmente el número de víctimas en ambos bandos sin resultados satisfactorios. El despropósito de esta política errada y absurda, sus móviles por demás oscuros, y su persistencia exasperante, han sido ampliamente documentados por el periodismo político, en particular por los trabajos de Anabel Hernández (Los señores del narco, Grijalbo/Mondadori, 2010) o de Nancy Flores Nández (La farsa detrás de la guerra contra el narco, Océano, 2012).

En el cine, la tentación recurrente ha sido volcarse de lleno a los aspectos más pintorescos del asunto, destacar el perfil grotesco de los protagonistas, explotar las posibilidades de la farsa descomunal vuelta espectáculo, y mostrar una galería de personajes corruptos que el público rápidamente incorpora a su anecdotario personal de sucesos de la nota roja.

El cine y la televisión comparten el mismo propósito de exposición brutal y de denuncia, y de aprovechamiento puntual de la escenografía siniestra que el crimen organizado monta en cada una de sus acciones, y esto va desde películas con explícita intención crítica (El infierno, de Luis Estrada, 2010; Miss bala, Gerardo Naranjo, 2011), hasta series televisivas con inocultable vocación mercantil, como la emblemática La reina del sur (Telemundo, 2011), basada en la novela homónima del español Arturo Pérez-Reverte.

Cuando el cine se aparta de esta vertiente de espectáculo sangriento y de denuncia explícita, y se concentra en explorar la zozobra de individuos y comunidades, la vulnerabilidad de las víctimas del terror orquestado por los dos bandos en la contienda, el resultado puede y suele ser inquietante. Puede ser una alegoría enigmática, como Verano de Goliat (2010), de Nicolás Pereda, o el retrato de un hombre común a quien circunstancias adversas precipitan en una espiral de terror y de violencia como en Heli, la portentosa realización de Amat Escalante (Sangre, 2005; Los bastardos, 2008).

El director tiene clara su inquietud y también su propósito: “¿Cómo se vive en un clima permanente de miedo? Mis personajes sufren actos violentos y como resultado se encuentran bajo tensión. En México, todo el mundo vive con una especie de temor en el estómago. La violencia es una realidad en todo momento, incluso si no te afecta directamente (…) Al final, creo que mi inspiración viene más de las películas de Sergio Leone que del problema del narco en México” (Proceso, no. 1907, entrevista de Columba Vértiz de la Fuente).

Y efectivamente, en Heli los turbios integrantes de los cárteles del narco no figuran en la pantalla, tampoco su parafernalia grotesca ni sus corridos pegajosos ni sus alardes de virilidad airosa, ni siquiera sus pintorescas supersticiones religiosas. Hay tan sólo un hombre, tímido y moralmente recto, que vive con su hermana de 12 años, su padre, su esposa y un bebé, y que de pronto sucumbe, con todos ellos, a la brutalidad de unas fuerzas militares que arbitrariamente les imponen un escarmiento ejemplar por la desaparición de dos paquetes de cocaína decomisada.

En Heli, como en la realidad política de este país, se confunden de modo siniestro las acciones de los criminales y los operativos de quienes pretenden capturarlos y castigarlos. Una corrupción endémica, irreductible, es el denominador común de actos que parecen absurdos y descabellados. Esta lógica del terror institucional cobra a diario víctimas nuevas, atrapadas en la refriega incomprensible, existencias destrozadas por la insensibilidad, el cálculo político, o la caprichosa tozudez de quienes gobiernan. Seres anónimos como Heli devienen los protagonistas de notas periodísticas ya rutinarias.

Amat Escalante captura con brillantez esta indefensión ciudadana. También el horror vuelto costumbre. Con señoras cocinando indiferentes a pocos metros de una sala de tortura, o niños combinando el placer del videojuego violento con las rutinas de un dolor infligido sin saber por qué, ni a quién, ni hasta cuándo. La esperanza y el futuro del país se están arruinando con esos niños en esos cuartos de tortura, señala el realizador en una rueda de prensa.

Los actores no profesionales de Escalante tienen un desempeño notable, pero lo esencial de la faena artística lo hace la cámara que en un registro lento captura el pasmo y el desasosiego de los personajes, la esposa descubriendo un rastro de sangre en el hogar abandonado, Heli de frente al tanque del ejército que lo encañona para intimidarlo, la angustia de su rostro al esperar su turno en un cuarto de tortura, o la fanfarronería de la soldadesca emulando a los marines de Abu Ghraib con una cámara en mano (Grábale, grábale, para subirla a You Tube). Descripción impecable del horror al que trivializa y mantiene impune una gran indolencia colectiva.

Twitter: @CarlosBonfil1