Opinión
Ver día anteriorMiércoles 19 de junio de 2013Ver día siguienteEdiciones anteriores
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Isocronías

Meditación del escribiente

¿L

a misión del poeta, su cometido, es sentir lo que siente hasta abrirse al sentido de lo sentido? Con relativa frecuencia pienso en eso, o llanamente eso.

Al terminar un poema uno sabe que lo sentido ha terminado y que empieza, y que apenas empieza, la generación de sentido: ya no más lo sentido, desde ahora el sentido, podríamos decir.

La escritura y corrección de un texto, desde luego poético (o nada más con expresa vocación literaria), buscan alcanzar, y hacer alcanzar, la percepción de la poesía desde, pero más allá, de las palabras.

Ya la escritura misma pudiera ser mirada como una corrección de lo por el sujeto escribiente percibido. Y no hay corrección, auténtica corrección, de la escritura que no conlleve una afinación de la visión, un mejor enfocar lo enfocado, un mejor conocer lo mirado.

Escribir, ya lo decía alguien, no recuerdo si Fuentes, es describir. Describir pertinente, eficientemente. Y si de poema hablamos, universalmente.

El que escribe lee un pequeño universo. Pero, metidos a profundidades, no hay universo pequeño.

No seré el primero en decirlo: con veintitantas letras (el alfabeto) se ha dicho todo, o casi todo, porque seguimos sedientos de infinito. O con menos (recordemos el M’illumino d’immenso ungarettiano, el Hoy es siempre todavía de Machado).

Poeta es aquel que se deja llevar por las palabras sin dejarse llevar por sus palabras.

En los talleres digo que corregir es difícil porque quiere uno corregir hacia la verdad de uno, no hacia la verdad de la verdad. Ahora, una mínima verdad es un buen punto de partida.

Corregir es reescribir, vivir dos, tres, cuatro veces, cada vez más a fondo, lo vivido. Revivir. Y revivir no es fácil. ¿O sí?

En ocasiones me da por pensar –paradojalmente, pues la fórmula lo mismo es muy poco decir que una bastante crasa exageración– que la misión del poeta no es que el lector viva, sino que se revivifique en lo que lee.

Escribir literatura –y la literatura, creemos, tiende de modo natural a convocar la percepción poética en el lector– sería entonces un como decidir que la poesía es el destino del hombre.

Grave oficio pues, aunque gozoso, eso de escribir, eso de (ni tan interminablemente) corregir.