Opinión
Ver día anteriorDomingo 16 de junio de 2013Ver día siguienteEdiciones anteriores
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Música ocular
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Fotograma del documental dirigido por José Antonio Cordero
¿C

ómo representar visualmente el silencio? En Música ocular, el realizador José Antonio Cordero (La cuarta casa, un retrato de Elena Garro, 2002; Bajo Juárez, la ciudad devorando a sus hijas, 2006, en colaboración con Alejandra Sánchez) refiere la manera en que un grupo de sordomudos en una población costera de Oaxaca derriba sus reticencias y acepta incorporar el lenguaje cinematográfico a su propia representación visual de la realidad y de las emociones. En un taller de cine, impartido por Cordero en colaboración con un maestro de la lengua de señas en la asociación Piña Palmera, los participantes hacen acopio de fotogramas fílmicos de diversas épocas y países, elaboran a partir de ellos dibujos propios y tramas parecidas a las que el cine les sugiere y que muchos de ellos desconocían por la larga limitación de la sordera.

La primera correspondencia evidente se da con el cine mudo, con las películas de Charles Chaplin y otras comedias donde predomina la mímica, la expresión más cercana a la lengua de señas. Pero el taller despliega otras posibilidades, como la evasión romántica y los arquetipos memorables, con imágenes de Peter O’Toole en Lawrence de Arabia (David Lean, 1962), o de Cary Grant e Ingrid Bergman en Tuyo es mi corazón (Notorious, Hitchcock, 1946), o coreografías de Amor sin barreras (West side story, Wise, 1961), entre muchas otras, estimulando la imaginación de los participantes, quienes al fin se atreven a manifestar sus propios deseos y frustraciones, y a romper con el ostracismo al que se sentían condenados.

Un personaje, Eric Ávila, figura omnipresente en la cinta, habla así de la absurda terquedad del padre que en vano intenta obligarlo a hablar prohibiéndole aprender el lenguaje de las señas. O de sus dificultades para asumir su identidad homosexual y de la dificultad todavía mayor de poder expresar su deseo a la persona amada.

En el cine los personajes descubren el espejo de sus propias vivencias y también el ritmo secuencial de un proceso racional y una sensibilidad aguda de los que hasta entonces creían ser poseedores únicos. Y lo que los alumnos sordos muestran en sus esbozos fílmicos son desbordamientos de imaginación y fantasía. José Antonio Cordero se limita a coordinar el ejercicio, asumiendo el riesgo de que los delirios visuales, marcadamente surrealistas, puedan parecer extremadamente ingenuos. Lo interesante es que de un modo novedoso los participantes hablan de su sordera en primera persona, desechando así la mirada vertical o ese patrocinio moral presente en muchos documentales sobre personas con alguna discapacitación física.

No hay en Música ocular intento alguno por idealizar a los personajes o por situarse en el terreno de la corrección política para desde ahí lanzar admoniciones morales a la sociedad entera. En la historia del cine hay documentales notables sobre un tema parecido (El país del silencio y la oscuridad, de Werner Herzog, 1971, por mencionar sólo uno), pero lo que acomete Cordero es de un orden distinto. Se procura mostrar hasta qué punto la sensibilidad de un personaje recluido en el silencio –obligado a expresarse, en ocasiones con dificultad, la mayoría de las veces de manera increíblemente ágil– puede encontrar una liberación gozosa a través de las abigarradas mitologías del cine, como las de aquellos delirios de imaginación en los que una joven confundía a los héroes de las fotonovelas con personajes reales en El jeque blanco (Federico Fellini, 1952) o los románticos desvaríos de la joven Cecilia (Mia Farrow) en La rosa púrpura del Cairo (Woody Allen, 1985).

En una escena muy breve y particularmente intensa, Eric, el hombre sordo que en la playa evoca sus frustrados lances amorosos, se topa en la calle con un anciano invidente que toca la armónica. Cordero captura el sorprendente cruce de discapacidades físicas y la emoción que esa vivencia procura al protagonista. La escena se resume en el título de la cinta, mismo que también alude a ese infatigable ejercicio visual que construye todo un lenguaje y a la vez inventa su propia música. Hay en la propuesta una intensidad dramática que prescindiría fácilmente de algunos artificios escénicos a los que se libra el director, como la pantalla dividida o esa saturación del relato con extravagancias fantasiosas, en ocasiones atinadas, en otras muy cercanas al humor involuntario.

La originalidad de este documental es propiciar el contacto de una minoría social, la de los sordomudos en este país, con esa mayoría paradójicamente silenciosa que muy poco sabe de ellos y que en raras ocasiones se muestra tan atenta o solidaria como el proyecto Música ocular, que con cinco copias en cartelera se enfrenta a las mil copias con que se estrena El hombre de acero, de Zack Snyder.

Se exhibe en Sala José Revueltas (CCU), Cineteca Nacional y Cinemanía (Plaza Loreto).

Twitter: @CarlosBonfil1