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Ver día anteriorDomingo 16 de junio de 2013Ver día siguienteEdiciones anteriores
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Pacto: ¿deliberación constitucional o consensos inexistentes?
E

l Pacto por México propone a los mexicanos una visión basada en las posibilidades y potencialidades de su economía, así como en la ingente necesidad de traducirlas en metas mayores de bienestar social, libertad personal y seguridad. Para esto, asumen los pactistas desde sus primeras consideraciones, es preciso culminar el largo proceso de transición democrática y, desde el Estado, someter, con los instrumentos de la ley y en un ambiente de libertad, los intereses particulares que obstruyan el interés nacional.

Sin ambages, el documento alude a los llamados poderes fácticos, cuya “creciente influencia… reta la vida institucional del país y se constituye en un obstáculo para el cumplimiento de las funciones del Estado mexicano”. Santo y bueno… y fuera las comillas. Vayamos a los problemas.

El pacto integral, postulado como una necesidad nacional, tiene que ir más allá de ajustes de emergencia en las finanzas, el código electoral o la composición del Congreso. También, de simplificaciones incoherentes, como la impuesta por la Ley de Presupuesto y Responsabilidad Hacendaria y su mito del déficit cero, o de reducciones al absurdo, como identificar cosmopolitismo con la venta del Golfo de México a Exxon Mobile o BP.

La pluralidad alcanzada por la sociedad, reconocida de entrada por los antiguos duelistas que buscan alivio en el acuerdo, quiere decir más, mucho más que partidos, legisladores y votos. El vocablo no sólo resume, sino contiene una complejidad cuyas promesas corren parejas con sus amenazas, como hemos podido constatar en estos años terribles y vivir con particular angustia en los primeros meses del nuevo gobierno.

Ni la criminalidad desembozada o enmascarada, ni las cifras aterradoras y vergonzosas que resumen la situación de la niñez y la juventud (desolada y/o encarcelada) pueden ser comprendidas fuera de esa complejidad que recoge una diversificación social para la que no se imaginaron cauces adecuados ni intervenciones políticas oportunas. Y para la que la policía y el buen gobierno han perdido todo significado.

Su desembocadura en una abierta circunstancia anómica, de negación de la norma y sostenida subversión del orden que ésta supuestamente codifica, debía ser el telón de fondo de la deliberación política constitucional a que al final de cuentas tiene que llevar el Pacto, si no se quiere convertirlo en parto… de los montes pelones. Y no faltan candidatos para hacerlo.

No forma parte del acuerdo suscrito por los partidos y el presidente Peña la solución final del régimen constitucional que define los linderos entre lo público y lo privado, como reclaman de nuevo las fuerzas retardatarias vestidas ahora por Versace; como tampoco se compadece su semántica del renovado litigio sobre el carácter laico del Estado, puesto sobre la mesa con desparpajo por gobernantes y gobernantas, para quienes el orden constitucional es letra muerta. Tampoco nos aproxima a una plataforma satisfactoria en materia de desarrollo rural, tras décadas de periplo por el desierto, que ha dejado de ser metáfora en vastas regiones del campo mexicano, en busca de una solución productiva que pudiese coronar y concretar las promesas incumplidas, siempre pospuestas, de la reforma constitucional de 1992.

Y, sin embargo, podría moverse, diría un Galileo mexica, si los partidos dan un paso más y se plantean en serio la cuestión constitucional como un acuerdo en lo fundamental, recordando a Otero, y no dudan en reconocer la cuestión social, recordando a Molina Enríquez, como el eje del gran reto mexicano de inicio del nuevo milenio: mantenerse como nación en medio de la magna convulsión global que define la época y, para ello, fortalecer el Estado democrático como condición de sobrevivencia que no sólo quiere decir soberanía, sino fundamentalmente cohesión y coordinación política y social.

Y es aquí que empiezan los nuevos, viejos y antiquísimos problemas de la propiedad de la nación sobre sus recursos naturales; la o las formas de su explotación y usufructo; la constitución del mando y su ejercicio y, de principio a fin, la asignatura, en nuestro caso siempre pospuesta, de la distribución y la redistribución de los frutos del esfuerzo humano, empeñado en asegurar la subsistencia y trepar por la escalera de un progreso dominado por la sed de bienes materiales y definido por el gusto y las preferencias de unas elites globales cada día más desprendidas de sus bases originales, como lo vive hoy Europa y lo ha vivido por decenios Estados Unidos de América.

Para trazar una ruta que nos lleve de este puerto maltrecho a uno donde el alivio no sea la conformidad y la resignación que hoy nos ofrece la odiosa comparación con lo que ocurre en otros lares, es preciso asumir la dificultad que la travesía entraña. Dejar atrás cuanto antes el regodeo con consensos inexistentes. No los hay hoy en materia fiscal y no los habrá en materia energética si se la quiere reducir a decir adiós a Pemex, como propone este mes la revista Nexos. Tampoco se avanzará como debe hacerse y dicen quererlo los firmantes, si desde la cúpula gubernamental se insiste en reducir el desafío económico acumulado por lustros de lento o nulo crecimiento, a una categoría tan evanescente como la productividad total de los factores, sin tomar en cuenta que como muchos otros términos y conceptos, siempre nos refieren a una canija economía política cuyas variables fundamentales siguen siendo la acumulación de capital, la distribución del ingreso y la riqueza, y la legitimidad del mando en el Estado.

Nada de esto lo asegura de antemano nadie (ni el gran economista Solow: pace señor secretario Videgaray). Como tampoco lo resuelve en automático la facilona factura de fórmulas publicitarias emanadas de la fábrica totonaca de los sueños. El Pacto va a tener que navegar por instrumentos a través de la niebla, y vale más aprender a usar brújula y compás, porque el GPS puede fallarnos sin avisar.