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¿La Fiesta en Paz?

Admiramos tanto a Pablo que ya queremos llamarlo paisano, como al Capea

Carrera de mexhincados con rodilleras

F

ue muy bonito. Incluso a algunos se les rodaron las lágrimas, lo que no se sabe es si por cursis o de rabia ante la ilimitada capacidad para hacer el ridículo que acompaña a no pocos taurinos, sostenidos en la admiración descerebrada y en el sometimiento heredado, ahora con el grave desplazamiento de la predecible tauromaquia de dos patas a la circense de seis, las cuatro del caballo y las dos del jinete, ante escogidos novillones mochos, ideales para las piruetas de maestros importados.

El lugar: Pachuca y su repleta plaza Vicente Segura; la fecha: domingo 14 de abril de 2013; la efeméride: fastuosa celebración de las primeras 2 mil corridas del rejoneador navarro Pablo Hermoso de Mendoza; el ambiente: charros, charritos en ponis y el mismísimo gober Francisco Olvera en brioso corcel; las banderas de México y España ondeando orgullosas, el himno nacional de ambos países entonado con el alma, placa de bronce conmemorativa, dos orejas y rabo, apoteosis y gloria.

En esta carrera nacional de mexhincados con rodilleras se han ido por delante los gobiernos de Aguascalientes e Hidalgo, seguidos muy de cerca por los programas taurinos del Canal 40 y el Canal Once, junto con la llamada crítica especializada, ahora en el toreo a caballo. En contraste con tanto cachondeo, el escritor poblano José Antonio Luna Alarcón escribió en su portal depurisimayoro un artículo titulado El número del caballito, que no tiene desperdicio y transcribo con su permiso.

“Las tretas y martingalas –se arranca Luna– empiezan desde el arreglo de los pitones. Antes, se despuntaba para que el toro perdiera el sentido de la distancia y no alcanzara al caballo, como el hombre al que le amputan una mano y por un tiempo debe adaptarse para tocar los objetos. Hasta ahí todo estaba perfecto… Lo malo, es el salvajismo espeluznante en el arreglo de los toros hasta el punto de serrucharles medio cuerno. Cuando el corte va más allá de la punta, unos cinco centímetros a lo más, se provoca una hemorragia que los vándalos ortopedistas de morlacos detienen introduciendo a martillazos trozos de madera, o sea, los famosos tachones. Entonces, el toro no sólo pierde el sentido de la distancia, sino que además, cuando, por un milagro lo que le queda de arma hace contacto con su supuesta presa, siente un dolor que le impide derrotar con fuerza y por reflejo contrae la embestida. Es decir, que está completamente invalidado para atacar.

“Dice el diccionario que caballero es el hombre que se porta con nobleza y generosidad. Puestos a sumar lindezas, en la plaza de toros el término se ha diluido entre cosas como el ancho de la cuchilla del rejón de castigo, que es demasiado grande. También, lo de la rosa en color rojo. Esta flor es otra treta para ocultar la trampa artera de la estocada baja, trasera o de plano, la que descuerda al toro bajo unos pétalos de tamaño gigantesco. Por si faltaran artimañas, el rejoneador completa el cuadro cuando intenta la suerte de matar con la cuadrilla a su alrededor, protegiéndolo. Faltan en esta lista de irregularidades los malos jinetes que dejan los ijares de sus monturas como si se les hubiera trepado un mapache. A fuerza de usar los acicates por una mala doma, terminan por rayar el vientre de sus fieles amigos hasta dejarlo como cuaderno de filarmónico. Me queda perfectamente claro que todo ello de caballerosidad no tiene un ápice. Esto de los rejoneadores se ha vuelto un dolor de huevos.

“El desencanto más reciente corre a cargo de Pablo Hermoso de Mendoza y por ahí iba el asunto, pero pensándolo bien, da igual decir Diego Ventura o Leonardo Hernández. La tienen armada y lejos han quedado los tiempos de don Antonio Cañero que en vez de exigir tantas seguridades para correr el riesgo sin ningún riesgo, pedía lo excluyeran del sorteo insistiendo que a él le echaran el barbas más grande del encierro, afirmando que al ir a caballo llevaba ventaja. Además, lidiaba los toros en puntas.

“Cada vez que un torero a caballo nos ve la cara y que por sus trampas descuerda un toro, a mí se me cruzan los cables, me da colitis y se me aflojan los empastes. El espectáculo me parece indigno y lastimoso. Sin embargo, México es tierra fértil para que alguien llegue y con la guapeza de Fred Astaire nos lleve al baile, claque incluido, y además vayamos batiendo palmas… ¿Caballeros en plaza?, a mí más bien me parecen Sancho Panzas. Cambian los tiempos, cambia el toreo y la forma como lo vemos. Ustedes perdonen, pero, sin la entereza que da la verdad, lo del rejoneo no deja de ser el número del caballito. En México deberíamos decir que nos gustan los toreros –y no es una salida del clóset– porque los toros, la verdad, nos importan un soberano carajo y el paquete incluye a algunos ganaderos”, remata José Antonio.