Opinión
Ver día anteriorMartes 16 de abril de 2013Ver día siguienteEdiciones anteriores
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San Ildefonso: bienales FEMSA
E

s bien conocido el alto nivel de la Colección de arte FEMSA, que además continúa creciendo y en apartados circula por varias capitales de la República, como también en el extranjero.

No podría decirse lo mismo del acervo reunido a través de las bienales que se iniciaron hace 20 años en el histórico edificio que alojó el Museo de Arte de Monterrey.

Hoy día esta prestigiada bienal celebra su décima edición y la exhibición se acompaña de dos rubros más: la que da cuenta de las obras premiadas en anteriores versiones y la sección de invitados latinoamericanos: Sestanisquatsi de la que no me ocuparé en estas notas, pues salvo la participación mexicana, representada por el amplísimo proyecto del arquitecto Pedro Reyes, debo confesar que no entendí el desorden habitable que reúne. ¿Obras? O más bien ocurrencias de los artistas convocados.

Doy por descontado que mi poco entendimiento al respecto está influido por la llamativa cantidad de instalaciones naturales, no artísticas, sino producto del quehacer consuetudinario de los comerciantes fijos u ocasionales de la zona en torno al antiguo y venerable ex Colegio de San Ildefonso, lo que me hace incomprensible, además de banal, el llamado desorden habitable, pero creo que eso puede deberse a posibles limitaciones de apreciación en cuanto a selecciones y quehaceres curatoriales. Son estas filias y también fobias las que permiten a los comentaristas sobre arte el intento de evaluar algunas de las piezas exhibidas hoy día.

Desplazada en dos niveles, si los visitantes comienza su trayecto en los recintos de la planta baja se adentran en los contenidos integrados por las obras premiadas en anteriores versiones.

Entre éstas me permito destacar la de Gabriel de la Mora , debido en primer término a que el aparente dibujo exhibido forma parte de una serie que conozco, realizada con pelo natural y sintético. Eso la situaría en calidad de finísimo relieve, pero no puede percibírsele de tal manera, debido a que la iluminación no permite apreciar la casi imperceptible sombra que proyectan los filamentos capilares.

El quehacer, es decir, los métodos de realización de las obras, en este, como en otros casos, parece haber ocupado un lugar importante en los intereses de los jurados, incluidas las distinciones en la décima bienal, a la que me referiré a intervalos.

En todas las versiones, incluyendo la actual, hay obras premiadas elaboradas con mayor grado de conciencia y sobre todo de congruencia que otras.

Entre las instalaciones me permito mencionar dos –muy anteriores– que están museografiadas, adecuadamente, frente a frente. La primera corresponde a Miriam Medrez, con la instalación de las cucharas de madera por las que trepan las graciosas y bien urdidas esculturas en barro, técnica que esta artista maneja con suma destreza y sentido del modelaje.

Frente se encuentra la que corresponde a Claudia Fernández: todos los objetos allí reunidos: cabezas, estrellas, comales, cochecitos de juguete, hasta un traje colgado, etcétera, fueron pintados en azul moteado de blanco, cosa que los unifica y los hace simular que son de peltre. ¿Qué sucederá terminada la exhibición? Los objetos se conservarán en contenedores y nadie volverá a verlos en bastante tiempo, porque su montaje es complicado, misma cosa que sucede con la instalación La historia del Universo, planteada con un sinfín de objetos de deshecho o de mercado de pulgas (en eso estriba su valor) del artista Ulises Figueroa.

Están colocados en torno a una placa MDF, cifras que corresponden a Médium Density Fibrae Board, láminas o placas comerciales de mejor apariencia y resistencia que el aglomerado.

La placa es circular y en torno a ella se desplazan las historias. ¿Es vistosa?, sí, ocupa espacio considerable. Pero desde mi particular punto de vista la mínima musa de barro del aguascalentense Gerardo Faustino Barba.

Musa de barro de la serie cuyo tamaño no importa, pues pudo igualmente ser distinguida si es que lo que cuenta (y debe contar) es la intención inclusive lingüística del autor.

sta obra hace contrapunto con otra, también de dimensiones muy pequeñas, Zombie Lovers II, una cópula en cerámica a alta temperatura de Alejandro García Contreras, al menos uno sonríe al observarlas en medio de tantas impresiones cromógenas o con inyección de tinta.

A esta categoría pertenece la pieza premiada en la actual bienal, obra de la fotógrafa Mariana Dellekamp. Fue considerada como pieza tridimensional, aunque en realidad el meollo corresponde a la impresión cromógena de las pilas de libros, con los lomos visibles, que la autora dispuso en forma de columnas a diferentes alturas. Y es cierto que uno se entretiene viendo cuáles conoce y cuáles corresponden a dar una idea del arte o de su historia, pues está desde Nacked Lunch, de Borroughs, hasta monografías de Matisse y Yoko Ono o de autores como Kawabata y Paul Auster.

Una selección culterana si se quiere, pero verdad sea dicha, demasiado común, si bien técnicamente impecable y con buen enfoque. Su tridimensión corresponde al libro de artista colocado sobre una pequeña repisa adjunta, confeccionado a partir de fotocopias, acompañado de un marco digital.