Opinión
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No Sólo de Pan...

Y los conocimientos campesinos, ¿qué?

H

ace años, el entonces director del Conafe (Consejo Nacional de Fomento Educativo), cuyas redes se dirigen a poblaciones que no cuentan con educación formal, me invitó a una gira por el estado de Hidalgo. Tras un largo trayecto a lomo de mula sobre veredas enfangadas, llegamos a un poblado en cuyo centro una choza de palmas e interior penumbroso reunía a niños de todas las edades con jóvenes promotores y los adultos notables de la comunidad. Para mostrar al director general el éxito del programa, un promotor preguntó con voz sonora algo sobre las plantas dicotiledóneas: una manita de 10 o 12 años se alzó y el niño dijo unas palabras ininteligibles para mí, tal vez por su nerviosismo (aunque hubiera sido preparado para esa ocasión) o porque su acento otomí y mi lejanía confundían los sonidos.

Escena que, al ubicarla por ejemplo en el Colegio Alemán, me llevó a la conclusión de que los planes de estudio oficiales en una nación multicultural como es México, al estar homologados en el nivel elemental, no sólo no emparejan las diferencias socioeconómicas y culturales, sino que abren una brecha entre los niños urbanos y los de las distintas etnias, que será abismal e irreparable en los estudios superiores. Pues los programas dirigidos a los primeros –según criterios y normas internacionales– nada tienen que ver con la experiencia directa de los segundos, en cuyo entorno material y cultural no existen ejemplos concretos de mucho de lo que se les impone en la escuela oficial. Otra cosa sería si en la primaria rural se diera un marco formal a los conocimientos adquiridos por la experiencia de vida y la tradición oral, para posterior y crecientemente hacerlos encajar en el universo de lo urbano, del país y del mundo. Pero, por el contrario, la escuela oficial descalifica los saberes e idiomas originarios al obligar a la memorización de palabras y conceptos incomprensibles, terminando por destruir la autoestima con la nulificación del conocimiento de sí mismos, de la propia historia y cultura.

Tal vez ni el uno por ciento de estos niños logran transitar hacia el primer rango perpetuando la polaridad de nuestra población, existente desde la Conquista y reafirmada con las buenas intenciones de los ideólogos indigenistas que pretendieron, hace ya casi un siglo, la integración del indio a lo mexicano, sea lo que esto sea, pero que se reveló imposible a pesar de decenios de planes escolares. Esta constatación debería bastar para revisarlos y permitir a los educadores rurales enseñar en sus comunidades como saben hacerlo: valorizando el saber local –por fuerza distinto del urbano– para poder demostrar que un niño indígena egresado de una primaria acorde a sus parámetros de aprendizaje, puede acceder a la secundaria oficial como haría un niño de origen francés o japonés, conscientes de lo propio y orgullosos de ello, y sobre todo perfectamente aptos para aprender las diferencias de otra cultura sin desventajas sicológicas.

Pero la sordera de las autoridades y la amenaza de un incremento de la represión contra los maestros reivindicadores de otra educación, inclinan a pensar que, disfrazada de excelencia en la educación, se trate de una deliberada política de destrucción de la autoestima del otro, a través del menosprecio de su historia particular, de sus saberes relativos al propio entorno y de sus construcciones lingüísticas y culturales, con el sólo fin de perpetuar un inconfesable (en estos tiempos) colonialismo interno con la discriminación y explotación económica que conlleva.

Política que será tan infructuosa como hasta ahora, pues la conservación de su identidad es condición de supervivencia de un pueblo y no hay pueblos suicidas. O tal vez sí los hay: los que intentan hundir a sus compatriotas sin ver que van en el mismo barco. Pues los autoritarios e inflexibles ante las reivindicaciones del conocimiento rural y campesino parecen ignorar que de éste dependen la autosuficiencia y soberanía alimentarias, saberes salvadores que han decidido extinguir para fabricar sus propios despiadados y apátridas competidores por el botín de la nación.