Opinión
Ver día anteriorJueves 21 de marzo de 2013Ver día siguienteEdiciones anteriores
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Reformas y reformas
L

eyendo el libro-homenaje a Rafael Cordera Campos, Reflexiones sobre una época, recién publicado por la Facultad de Economía de la UNAM, me llama la atención la actualidad de dos de los grandes temas con los que el autor estuvo vitalmente comprometido: el primero es la valoración histórica de la insurgencia sindical de los años 70 como un componente esencial para construir un programa verdaderamente nacional, popular; el segundo, la comprensión del papel adquirido por la juventud en cualquier estrategia de mejoría y transformación de la muy desigual sociedad mexicana. Podría decirse, esquematizando, que ambos capítulos tocan desde ángulos muy distintos un problema de gran envergadura que no se ha resuelto: la importancia asignada al capital humano como palanca del desarrollo social en nuestro país. Me refiero sólo al tema sindical abordado por Cordera.

Si bien la crisis subyacente en las grandes movilizaciones de los años 70 devino en la impugnación del aparato sindical corporativo, es decir, en el planteamiento de la democracia y la independencia de las organizaciones sociales, las circunstancias de México y el mundo crearon simultáneamente la necesidad de modernizar las grandes empresas públicas, atrapadas en el laberinto de la burocratización, el contratismo y la corrupción, males que, en definitiva, erosionarían su presencia productiva, así como el papel estratégico del Estado como impulsor de los grandes objetivos establecidos en el programa constitucional.

Cordera refiere, siguiendo las enseñanzas de Rafael Galván, cómo en esas condiciones el surgimiento de una opción contraria al desmantelamiento del sector nacionalizado pasa por la crítica a fondo del estatismo (que más adelante se convertiría en el adversario caricaturizable de la patronal), es decir, por la recuperación de la racionalidad productiva en las empresas sustentada en una restructuración igualmente racional del trabajo en la perspectiva de un cambio de fondo para sustituir al modelo en crisis (sin privatizar sus componentes esenciales). Lejos de anular al sector público, este énfasis en la democracia interna, en la reorganización en sindicatos nacionales de industria de los trabajadores, así como la fiscalización obrera, vendría a reforzarlo desde una perspectiva nueva de lo que se daría en llamar la rectoría del Estado, es decir, su capacidad de impulsar el interés general en una sociedad en la que se expresan posturas contradictorias. La reforma de las empresas pertenecientes al ámbito estatal sería, en esa hipótesis, el medio para lograr los objetivos nacionales consagrados en la Carta Magna, no el pretexto para anularlos, como no ha dejado de intentarse en estos años. Así, la reforma sindical democrática tendría que ir de la mano de una reforma laboral capaz de unificar y replantear el despliegue del capital humano hacia niveles superiores, cosa que no ocurrió.

La derrota de la movilización popular impidió que esta opción prosperara, abriendo las compuertas al tenebroso proceso que a trancas y barrancas nos ha traído hasta aquí. El mundo del trabajo pasó a ser un tema de expertos en relaciones industriales desde la perspectiva patronal. La exigencia de democracia apenas si llegó a unos cuantos sindicatos. Sustituido por organismos inexistentes, fantasmagóricos, el sindicalismo dejó de ser la bestia negra de los grupos empresariales, pero su permanencia en importantes sectores, como el petróleo, la electricidad o la educación, avivó las ambiciones y desvió la atención hacia varios de ellos, viejos pilares del poder, como si ellos solos fueran el único obstáculo para el despliegue de las potencialidades supuestas o reales de los capitales privados. En rigor, la persistencia de ese aparato de control cada vez más degradado, sostenido en la aquiescencia pasiva de sus afiliados a las camarillas que deben su fuerza al apoyo activo del poder, no puede ser la base para modernización alguna ni, mucho menos, para garantizar los derechos de quienes sufren su eternización. Pero sí sorprende, desde luego, que al cabo de varias décadas de ensayos neoliberales se repitan hoy los argumentos vulgarizados por todos los Luis Pazos que en el mundo han sido: el enemigo del progreso es el sindicato; la privatización, la gran solución.

Qué tragedia la de un país al que no le interesa su propio capital humano, que no cuida de su fuerza de trabajo y no le importa desperdiciarla, así sea, como nos recuerda Rafael Cordera, mediante la expulsión alarmante de trabajadores calificados fuera de nuestras fronteras o a través del desempleo masivo de estudiantes con altos niveles de escolaridad, cuando no se festeja como avance la salida del mercado laboral de miles de electricistas que están capacitados para aportar productivamente. ¿Cómo tomar los desplantes autoritarios de las elites, sus discurso sobre la productividad, la enseñanza o la revolución tecnológica, cuando a la vez se resisten a reconocer los derechos establecidos en las leyes para asegurar la independencia de las organizaciones sindicales y se comportan con respecto al desempleo como seres de otro planeta en la Tierra? Los que toman las decisiones no han entendido que la modernización, palabra mágica que quiere resumir la utopía del capitalismo actual, no es viable, ni justa ni eficaz si no parte del cuidado de la fuerza laboral, de su mejoría y, desde luego, del reconocimiento de los derechos democráticos de quienes trabajan en las empresas. La democracia que hace falta no consiste sólo en depurar a los líderes que obtienen privilegios escandalosos, sino en asegurar las libertades básicas de los trabajadores para asumir las decisiones que les competen. El asunto no es despolitizar a los sindicatos en aras de un gremialismo supuestamente neutral. Por el contrario, urge que por la vía de la democratización interna, los asalariados recuperen voz y presencia en el debate público. Se puede adelantar que ni la reforma educativa ni menos la energética servirán a los intereses nacionales si en ellas no adquieren un papel protagónico los trabajadores. Sólo así se podrá desplegar una nueva iniciativa para el futuro que asegure, por cierto, la rectoría del Estado, tan requerida en estos días.

PD. ¿Alguien recuerda el Estado laico?