Opinión
Ver día anteriorJueves 14 de marzo de 2013Ver día siguienteEdiciones anteriores
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Reforma inesperada
A

nte la reforma de las radiotelecomunicaciones se han escuchado voces de sorpresa, elogios sin fin, descalificaciones sumarias, pero también algunas opiniones reflexivas y serenas, como las de la Asociación Mexicana de Derecho a la Información (Amedi), que preside Aleida Calleja, y las de Raúl Trejo y Javier Corral, quienes desde ámbitos diferentes trabajaron arduamente por cambios sustantivos en la ley y en la práctica de los concesionarios. Desde luego, estamos ante la evidencia de un hecho que venía madurando y expresándose a través de inquietantes señales que ya eran imposibles de ocultar bajo el velo del inmovilismo. La concentración y la preminencia de los poderes fácticos depositados en unas cuantas manos, aunadas al ejercicio arbitrario de sustanciosos privilegios, trajeron como resultado la creciente incompatibilidad entre dicho modelo y el funcionamiento democrático exigido por la ciudadanía. Malos servicios, contenidos infames y altos precios pasaron a ser sinónimos, pero al final, si atendemos a los hechos, la alerta máxima provino menos de los consumidores masivos, puestos a merced de los monopolios, que de la libre protesta de los jóvenes que interpretando al México de avanzada reivindicaron el derecho a un nuevo orden en estas materias, sobre todo en lo concerniente a la televisión. Paradójicamente, en el mismo acto de nacer, el #YoSoy132 mostró la fragilidad del arreglo entre los medios y el poder, poniendo en tela de juicio la debilidad intrínseca de ese modelo excluyente, dominante, monopólico que, en definitiva, suplanta y subordina el Estado a los intereses particulares y obliga a la reiterada democratización de todo el sector como condición para destrabar el juego político en general. Esa es, justamente, la puerta que se abre con la reforma.

El solo anuncio del acuerdo interpartidario se convirtió así en un hecho político de la mayor trascendencia, inesperado en su complejidad y detalles, cuya importancia para el futuro pronto se dejará sentir. El Presidente de la República obtiene un punto favorable en un tema delicado, pues da muestras de no cejar en el empeño de recomponer la influencia y la funcionalidad de la maltrecha institución que encabeza, no obstante las dudas, el escepticismo o los temores no siempre imaginarios despertados por la negociación secreta y la consiguiente subordinación al pacto de los grupos parlamentarios que se comprometieron a aprobar vía fast track la reforma constitucional. (Al parecer la discusión final se queda para las leyes secudarias.)

A reserva del análisis fino que hace falta, con esta iniciativa se crea la posibilidad de multiplicar el papel de las telecomunicaciones como condición para la aparición de una nueva cultura ciudadana, sustentada en los extraordinarios cambios tecnológicos que están en marcha. Dicha modernización sería muy difícil sin asegurar la rectoría del Estado, interpretada no tanto como un arbitraje técnico sino como una pieza maestra en la construcción de un sociedad nacional más equitativa que es, en definitiva, la finalidad del Estado constitucional. No se trata simplemente de aplicar cierto intervencionismo para corregir las fallas inherentes al modelo neoliberal, que están a la vista, sino de actuar para proteger los intereses generales en un país donde se admite al menos de palabra la necesidad de tutelar a los más débiles. Esta recuperación presupone, como lo ha sintetizado la Amedi, un cambio de gran calado al definir la radiodifusión y las telecomunicaciones como servicios públicos de interés general, lo cual es sin duda una renovación jurídica sin precedente que debiera contribuir, esperemos, a la edificación de un andamiaje más moderno y democrático en ese capítulo estratégico. Por lo pronto, el texto enviado al Congreso da pasos hacia adelante que hasta ayer parecían demandas utópicas, como la creación del Instituto Federal de Telecomunicaciones, así como toda la normativa en relación con las concesiones, cuyas repercusiones se verían de inmediato aunque ya se ha objetado el hecho de que los nombramientos de los consejeros dependan de un procedimiento donde el Ejecutivo se reserva la última palabra.

Si bien en la iniciativa se advierte una cierta tensión entre los temas concernientes a la estructura de la competencia o las singularidades de la guerra por los mercados, cuyas aristas globales iremos viendo, lo cierto es que más allá del despliegue de las capacidades financieras de las empresas en pugna hay en el texto una importante acotación en el terreno de las concesiones, al plantear que ya no sólo sean con fines de lucro sino también de carácter público y social, lo que abre la puerta para que organizaciones de la sociedad civil hagan uso del espectro radioeléctrico, como los medios comunitarios e indígenas. Estas demandas populistas chocan de frente con la perspectiva que hasta hoy ha sido dominante, por lo cual es de prever que los concesionarios harán todo lo que tengan a su alcance para convertirlas desde ya en letra muerta. Y, sin embargo, no hay mejor forma de garantizar el derecho a la información y otras libertades que la creciente participación activa, creciente, de la sociedad civil para contrarrestar las tendencias permanentes a la concentración, siempre dispuestas a suprimir el menor vestigio de diversidad no comercializable. Claro que sería una ingenuidad suponer que la influencia de los medios se verá disminuida por la competencia, pero al menos, en teoría, ahora existirá un Estado dotado de recursos legales para regularlos.

En contrapartida a los avances, resultan cuando menos extraños los excesos liberales acordados por el pacto como, por ejemplo, la inscripción en el texto constitucional del derecho de los capitales extranjeros a invertir el 100 por ciento en telecomunicaciones, concesión que no tiene reciprocidad en otros países. Dicen algunos enterados que hay en el diseño de la reforma un sesgo anti Slim que favorece a sus contrincantes empresariales, pero aunque repiquen las campanas lo cierto es que aún queda largo camino por recorrer.

Evidentemente, no basta con tener en la ley un principio justo para que ésta se cumpla. México es un país de muchas leyes y poca justicia, y este caso no será la excepción si a la aprobación de normas reglamentarias no se añade la fiscalización de la sociedad y la transparencia más absoluta del poder público.