Directora General: Carmen Lira Saade
Director Fundador: Carlos Payán Velver
Domingo 10 de marzo de 2013 Num: 940

Portada

Presentación

Bazar de asombros
Hugo Gutiérrez Vega

Los empapelados de las granjas Peri & Sons
Agustín Escobar Ledesma

América Latina,
juventud y libertad

Marcos Daniel Aguilar

Poesía para romper
los límites

Ricardo Venegas entrevista
con Floriano Martins

Clientes frecuentes
Edith Villanueva Siles

El arte de seleccionar:
de los 10 mejores a la construcción del Yo

Fabrizio Andreella

Del suicidio al accidente: tropezar con
la propia mano

Marcos Winocur

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Columnas:
A Lápiz
Enrique López Aguilar
La Jornada Virtual
Naief Yehya
Artes Visuales
Germaine Gómez Haro
Bemol Sostenido
Alonso Arreola
Paso a Retirarme
Ana García Bergua
Cabezalcubo
Jorge Moch
Prosaismos
Orlando Ortiz
Cinexcusas
Luis Tovar


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Alonso Arreola
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Sonidos del Oscar

El mismo día de la entrega de los premios Oscar, en Beverly Hills reina el silencio. No la alteran el murmullo de los muchos Rolls Royce, Ferraris, Porsches y Lamborghinis que inundan sus arterias, ni tampoco los pequeños grupos de turistas que cuchichean y se hacen fotos en las vidrieras de diseñadores sobrevaluados. El eco de unos y otros se desliza por Rodeo Drive, allí donde “los dueños del tiempo” definen su destino con calma y sin perder dirección, pues no gustan de improvisar; allí donde, incólumes frente al pordiosero que arrastra sus destruidos tenis lanzando vituperios en la soledad de la locura, las fachadas de Cartier y Dolce & Gabbana nos recuerdan que hay una realidad ajena a los problemas de Malí, Siria o México.

Claro, en nuestro territorio hay muchas burbujas ostentosas, pero en el fondo son una aspiración de este y otros escenarios del mundo (¿Ginza, New Bond Street, Campos Elíseos?). Ejemplo de lo que desean algunos aztecas es Bijan, una boutique de entre las muchas que descansan sobre estas pulcrísimas aceras. En sus aparadores se pueden leer los nombres de clientes “especiales”, como George Bush, Jaime Camil, Luis Miguel y Carlos Slim (sí, es la misma tienda en donde apareciera el reloj dedicado a Enrique Peña Nieto). Asqueados, nos retiramos. La quietud que otorga la opulencia no tiene espacio para música alguna. En Beverly Hills nada nos recuerda que hoy serán los Oscares.

En el callejón Santee al sur de Los Ángeles las cosas son harto distintas. Tacubaya, Tepito, Izazaga en tierra ajena, los gritos de sus franeleros recuerdan Ciudad de México. Allí nuestros paisanos se apoderan del llamado Fashion District haciendo sonar enormes grabadoras donde los Tigres del Norte reinan con soltura. El paso se ve cortado por carritos de paletas, esquites, tamales y tacos por quienes reparten publicidad en español y gritan intensamente en la mañana del domingo. Por supuesto, aquí nadie se preocupa por quién ganará una estatuilla dorada en el Dolby Theatre. Luego de cumplir jornadas dobles de trabajo seis días a la semana, el poco tiempo libre no se sacrifica por nada.

Tomamos la calle Main. Vamos en busca del Bäco Mercat, un pequeño establecimiento de cuya cocina hablan devotamente propios y extraños. Mesas de madera con hierro fundido desgastado, manteles de papel y techos tipo bodega contienen encomiablemente lo que suena de fondo: Bauhaus, The Smiths y otras grandes bandas inglesas, así como extraños y largos pasajes instrumentales de carácter agresivo. Todo lo contrario a ese hotel de Santa Mónica, Casa del Mar, en donde horas antes nos encontramos –casualidades de la vida– con Billy Joel y Peter Gabriel. En su lobby diferentes tríos tocan versiones ligeras de canciones pop a manera de jazz, siempre atentos a la supervisión de un gerente ignorante que les exige bajar el volumen. En fin, entre hígados de conejo, pizza de cordero y sopa de fideos con carnitas, nadie recuerda en el Bäco Mercat que hoy habrá Oscares.

Caminando hacia el norte vamos en busca de la Placita Olvera, allí donde cada domingo bailan concheros de exacerbado y multicolor atuendo. Sus ritmos son igual de absurdos que los del DF, la diferencia es que se juntan muchos elementos más en la consecución de hipnóticos pasos, rodeados por docenas de espectadores. El huéhuetl y el teponaztli dominan el aire que a veces rasgan silbidos o gritos admonitorios. Los rostros de nuestros connacionales lucen concentrados, serenos. Hay en ellos creencia y nostalgia, fuerza y compromiso. Terminados sus giros nos dirigimos al bazar de artesanías, flanqueado por fondas y cantinas en donde se desgañitan múltiples mariachis fuera o dentro de las rockolas. Claro, aquí nadie piensa en los Oscares.

Más tarde visitamos la disquería Amoeba, la tienda de instrumentos Guitar Center y tomamos algo en Mel’s Drive-In (cafetería emblemática donde se filmara la película American Graffitti), escuchando “California Girls” de los Beach Boys. En ningún espacio hay ambiente de premiación, pese a estar a pocas cuadras de la avenida Hollywood, ese reflejo decadente plagado de yonkis mal disfrazados de superhéroes que diariamente recibe visitantes ingenuos, buscadores de alguna estrella sucia que reconocer en el piso. Seguro que mucha de la gente con que nos hemos encontrado ni siquiera ha visto las películas cuya música ganará algo (Mejor Banda Sonora para Mychael Danna, por La vida de Pi; y Mejor Canción para Adele y Paul Epworth, por Skyfall). Ahora lo podemos asegurar: los Oscares viven sólo en la TV; el verdadero e inefable Hollywood se oculta en las colinas circundantes y, claro está, la voz de la ciudad de Los Ángeles suena muy por encima de todo ello.