Editorial
Ver día anteriorDomingo 3 de marzo de 2013Ver día siguienteEdiciones anteriores
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Ingresos petroleros: caída y vulnerabilidad
E

l reciente desplome de más de 20 por ciento en los ingresos petroleros obtenidos por el Estado –la peor caída desde 2009– hace necesario reflexionar sobre la dependencia que acusan las finanzas nacionales respecto de esos ingresos, y sobre la vulnerabilidad que ello supone para el país en un momento en que se prepara una nueva intentona privatizadora de la industria nacional de los hidrocarburos.

Ciertamente, el descenso en los ingresos petroleros es un fenómeno preocupante, en la medida en que impacta en el monto total de los recursos disponibles para el sector público –alrededor de 7 por ciento menos que el año pasado– y se traduce en estrechez de los márgenes de los gobiernos para cumplir con sus funciones y responsabilidades. Mucho más grave resulta, en todo caso, el que esa caída exhiba la precariedad de unas finanzas públicas que se han recargado en forma excesiva en los recursos obtenidos de la renta petrolera. En efecto, la aparente facilidad con la que fluyen los recursos procedentes del petróleo ha distorsionado la política fiscal del Estado –la cual es sumamente obsecuente con los capitales especulativos, con las grandes empresas y en general con los sectores de mayores ingresos–, ha impulsado la frivolidad, el exceso y la corrupción en el manejo de las arcas públicas, y ha permitido que los gobiernos sobrevivan –en condiciones incluso faraónicas– sin tener que buscar fuentes más estables y seguras de financiamiento.

En tal contexto, una reforma legal que permita una mayor participación de la iniciativa privada en Petróleos Mexicanos (Pemex) generaría afectaciones particularmente graves a los ingresos gubernamentales, en la medida en que obligaría a la paraestatal a compartir la renta petrolera con los inversionistas, y sometería a las finanzas públicas a una doble vulnerabilidad: la que se deriva de los ciclos económicos, las fluctuaciones en las cotizaciones internacionales de crudo y en los mercados cambiarios –fenómenos aludidos por la Secretaría de Hacienda y Crédito Público para explicar el reciente desplome en la renta petrolera–, y la que supondría la obligación de transferir las ganancias petroleras a manos privadas.

En cuanto a la supuesta pretensión gubernamental de complementar la reforma energética con una reforma fiscal para proveer de mayores recursos a los gobiernos, dicha intención, en principio plausible, sólo podrá justificarse en la medida en que no afecte a los sectores más depauperados de la sociedad –por ejemplo, mediante incrementos generalizados a los impuestos al consumo– y se centre en el cobro de impuestos a las grandes fortunas, en gravar las operaciones bursátiles y en abatir los regímenes de privilegio fiscal. Por lo demás, mientras que los efectos positivos de una reforma fiscal, en caso de haberlos, se manifestarían al cabo de algún tiempo, las afectaciones causadas a los ingresos públicos por una eventual privatización petrolera se activarían en forma inmediata y ello es una razón adicional para cuestionar y rechazar cualquier intento de permitir la enajenación de la industria petrolera por particulares.

El Estado debe mantenerse, en primer lugar, de una recaudación impositiva proporcional y justa, y el petróleo debe usarse para fomentar el desarrollo social y económico del país, no para nutrir la desigualdad, el boato y la corrupción, como ha ocurrido hasta ahora. En vez de exportar el crudo como materia prima, el país debe orientarse a su transformación, mediante la petroquímica secundaria, a fin de impulsar la creación de empleos, el desarrollo tecnológico y la reconstrucción de la planta productiva, y ello sólo podrá lograrse mediante el relajamiento del régimen fiscal asfixiante que hoy padece Pemex. Más que reformas legales, el país requiere de un cambio de enfoque y de rumbo en la conducción oficial de los rubros fiscal y energético.