Editorial
Ver día anteriorJueves 7 de febrero de 2013Ver día siguienteEdiciones anteriores
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Guardias comunitarias: ilegalidad y matices
A

yer, al pronunciarse sobre la existencia de grupos comunitarios de autodefensa en diversas municipios de la Costa Chica de Guerrero –particularmente en Ayutla de los Libres y Tecoanapa, donde pobladores armados y encapuchados han instalado retenes y han detenido a una cincuentena de presuntos delincuentes–, el titular de la Comisión Nacional de Derechos Humanos (CNDH), Raúl Plascencia Villanueva, dijo que hay una línea divisoria muy tenue entre esas organizaciones y los grupos de paramilitares, y señaló que unas y otros conllevan el riesgo de ingobernabilidad generalizada.

Sin dejar de reconocer el carácter intrínsecamente ilegal de toda expresión que dispute la atribución monopólica de la autoridad pública para ejercer la violencia y la coerción, las aseveraciones del ombudsman nacional deben ser matizadas, a efecto de evitar distorsiones en la comprensión de los fenómenos sociales y delictivos por él aludidos. En primer lugar, la línea tenue que separa al paramilitarismo de las guardias comunitarias que operan en las localidades guerrerenses consiste en que, mientras el primero es un fenómeno tolerado, alentado e incluso organizado desde instancias del poder público, las segundas se originan en la ausencia de éste en amplias franjas del territorio y en el resquebrajamiento de la capacidad del Estado para cumplir su tarea más básica: preservar la vida y la seguridad de las personas. En años recientes ese deterioro ha colocado a muchas comunidades de distintas regiones del país a merced de los grupos delictivos. La diferencia, en el caso de las localidades de la Costa Chica guerrerense, es que allí los habitantes decidieron proveerse de la protección que les ha sido negada por las autoridades.

Por lo demás, es indiscutible que la existencia de guardias y tribunales comunitarios como los que han salido a la luz pública en Guerrero contravienen la legalidad en general y, en particular, el mandato constitucional de que ninguna persona podrá hacerse justicia por sí misma, ni ejercer violencia para reclamar su derecho (artículo 17). Pero no por ello debe soslayarse que esa vulneración al orden constitucional ocurre con el telón de fondo de un estado de derecho violentado de antemano por la aplicación de directrices económicas que atentan contra los preceptos constitucionales a la salud, al trabajo, al salario remunerador, a la educación, a la igualdad ante la ley y a la soberanía nacional; por la negación rotunda y sistemática de justicia para la mayoría de la población –como indican los altos índices de impunidad del delito, superiores a 98 por ciento–, y por los estragos de una estrategia de seguridad que no sólo ha sido incapaz de poner un alto a las organizaciones delictivas, sino que ha multiplicado la violencia ejercida por éstas y ha exhibido a las propias autoridades como protagonistas de frecuentes atropellos a las garantías individuales.

Ante esta circunstancia, el país requiere una reacción mucho más radical y profunda que la simple condena a fenómenos sociales como el señalado, cuya existencia es, a fin de cuentas, un síntoma más que una causa de la ruptura generalizada de la legalidad y del estado de derecho que campea en el país.